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Lápida en Basílica de Santa Ursula en Colonia, Alemania
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domingo, 23 de septiembre de 2012

Teología moral y martirio; encíclica Veritatis splendor

 
Un buen criterio para discernir la teología moral verdadera de la falsa está en considerar si su autor enseña que, llegado el caso, la aceptación del martirio es un grave deber.

Este artículo es la continuación de Teología del Martirio, Capítulo 6 del libro "Martirio de Cristo y de los Cristianos"escrita por  José María Iraburu. 

El papa Juan Pablo II escribe la encíclica Veritatis splendor (6-VIII-1993) frente a una moral cristiana «nueva», suave, acomodaticia, llevadera con las solas fuerzas de la naturaleza –asequible, pues, a todos, también a los que no oran ni reciben los sacramentos–, es decir, frente a una moral moderna que excluye el martirio, que se avergüenza de la cruz de Jesús, y que se cree con el derecho, e incluso con el deber, de eliminar la cruz que a veces abruma al hombre. En esa encíclica hallamos sobre el martirio palabras admirables, que extracto aquí, subrayándolas a veces.

90. «La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tutela-das por las normas morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gén 9,5-6).

«El no poder aceptar las teorías éticas “teleológicas”, “consecuencialistas” y “proporcionalistas” que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, halla una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.

91. «Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los dos jueces injustos, que la amenazaban con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión impura, responde así: “¡Qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor” (Dan 13,22-23).

«Susana, prefiriendo morir inocente en manos de los jueces, atestigua no sólo su fe y confianza en Dios sino también su obediencia a la verdad y al orden moral absoluto: con su disponibilidad al martirio, proclama que no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana elige para sí la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso, de la verdad y del Dios de Israel, sobre el bien; de este modo, manifiesta en sus actos la santidad de Dios.

«En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley del Señor y aliarse con el mal, “murió mártir de la verdad y la justicia” (Misal romano, colecta) y así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6,17-29). Por esto, “fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquel que vino a testimoniar la luz y que de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquel a quien se le había concedido bautizar al Redentor del mundo” (San Beda, Hom. Evang. libri II,23).

«En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo –comenzando por el diácono Esteban (cf. Hch 6,8–7,60) y el apóstol Santiago (cf. Hch 12,1-2)–, que murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y Pilato, “rindió tan solemne testimonio” (1Tm 6,13), confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador (cf. Ap 13,7-10). Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así ejemplo también del rechazo de un comportamiento concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la muerte (cf. Heb 5,7).

«La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida.

92. «En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8,36).

«El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún, manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la “humanidad” del hombre, antes aún en quien lo realiza que en quien lo padece (Vat.II, GS 27). El martirio es, pues, también exaltación de la perfecta humanidad y de la verdadera vida de la persona, como atestigua San Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma, lugar de su martirio: «por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios» (Romanos VI,2-3).


93. «Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero “usque ad sanguinem” para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades.

«Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche viviente para cuantos trasgreden la ley (cf. Sb 2,2), y hacen resonar con permanente actualidad las palabras del profeta: «¡ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!» (Is 5,20).

«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que –como enseña San Gregorio Magno– le capacita a “amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno” (Moralia in Job VII, 21,24).

94. «En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Para todos vale la expresión del poeta latino Juvenal: “considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir” (Satiræ VIII,83-84). La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida. En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor moral, la Iglesia da el mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en la creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: “Sabemos –dice San Justino– que también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos en la formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo que está en toda raza humana” (II Apología II,8)».

La grandeza sobrehumana que la fe cristiana infunde en la vida moral tiene su clave permanente en la Cruz de Cristo, que da acceso a la vida gloriosa del Resucitado. La participación en la Cruz de Jesús, es decir, el martirio, asegura a la moral cristiana una fidelidad amorosa a la ley divina que no vacila ni ante peligros, perjuicios, marginaciones sociales, sufrimientos, ni siquiera vacila ante la muerte.

En mi libro El matrimonio en Cristo (Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1996), al rechazar ciertas enseñanzas morales de Häring, Marciano Vidal, Hortelano, Forcano, López Azpitarte, etc., termino mi argumentación con un subcapítulo titulado La nueva moral no puede dar mártires (108-121). En efecto, «el situacionismo es causa de inmensos males, pero todavía es peor por los bienes grandiosos que nos quita. Hagamos, si no, memoria de los mártires. ¿Cuántos mártires cristianos hubieran podido salvar su vida –en este mundo, claro– si hubieran recurrido al “conflicto de valores” o a alguna otra de las “salidas” que la nueva moral ofrece?» (121).


Teología espiritual y martirio

 
Nuestra consideración teológica del martirio ha de verse completada con un estudio breve del martirio espiritual, que puede darse en modalidades muy diversas. La Virgen María, Regina martyrum, como antes hemos recordado, sufrió sin duda un verdadero martirio al pie de la cruz, compadeciendo la pasión de su Hijo. Pero también, ya desde muy antiguo, se ha considerado, por ejemplo, la virginidad como una forma de martirio, y sobre todo la vida monástica. La renuncia permanente al matrimonio, a los hijos, al hogar familiar, o bien el enclaustramiento perpetuo en un monasterio o en una ermita, son sin duda un testimonio (martirio) altamente fidedigno en favor de Cristo. Virginidad y vida monástica proclaman con voz fuerte, clara y persuasiva: solo Dios basta.

Los cristianos irlandeses, en la Edad Media, consideraban tres tipos de martirio: rojo, con efusión de sangre, blanco, por la virginidad y la vida ascética, y verde, por la penitencia y por el exilio voluntario, decidido con el fin de llevar la fe a otro país (A. Solignac, martyre, en Dictionnaire de Spiritualité, Beauchesne, París 1978,10,735).

Y San Bernardo habla también de tres géneros de martirio: se da «en Esteban la obra y la voluntad del martirio; tenemos la sola voluntad en el bienaventurado Juan [apóstol]; y sola la obra en los Santos Inocentes (Sermón SS. Inocentes). Es una idea sobre la que vuelve con frecuencia (cf. Sermón en octava de Pascua; de S. Clemente, de las tres aguas; Sermones sobre los Cantares 28,10; 47, tres especies de flores; 61,7-8).

Éstos y muchos otros antecedentes nos hablan de ese martirio de amor, siempre conocido en la tradición de la Iglesia: no implica necesariamente la efusión de la sangre; pero es real, es espiritual, tiene la máxima realidad de las entidades espirituales.

San Pablo ofrece en esto un ejemplo perfecto. Su vida en el mundo presente es un continuo martirio. Él sabe que mientras vive en el cuerpo, está ausente del Señor, y por eso quisiera más partir del cuerpo y estar presente al Señor (2Cor 5,8); y confiesa: «deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). Para él, con tal de gozar de Cristo, todo lo tiene por estiércol (3,8). San Pablo, viendo el pecado del mundo y añorando día a día la presencia visible del Señor, sufre, sin duda, un martirio de amor: «yo me muero cada día» (1Cor 15,31).

Muchos santos han vivido en forma peculiar el martirio espiritual por la frecuente contemplación de la pasión de Cristo, hasta verse en ocasiones, como San Francisco de Asís o el santo Padre Pío, estigmatizados con las cinco marcas del Crucificado. A no pocos santos les ha sido dado sufrir un verdadero martirio espiritual, y han padecido con estremecedora realidad los mismos dolores de la Pasión de Cristo.

En su comentario sobre los Cantares, San Bernardo describe bien este martirio del alma enamorada del Crucificado:

«De ahí que el Esposo le diga: “mi paloma ha puesto su nido en los agujeros de la piedra”, porque ella pone toda su devoción en ocuparse sin cesar en la memoria de las llagas de Cristo, y en detenerse y permanecer allí meditando de continuo. Esto la hace sufrir el martirio» (61,7).

Santa Teresa de Jesús, siendo niña, se concertó con un hermanito suyo para ir a tierra de moros, «pidiendo por amor de Dios para que allá nos descabezasen»: ardía en ansias de martirio; «el tener padres nos parecía el mayor embarazo» (Vida 1,5). No se logró su infantil proyecto, pero sí fue mártir en su vida religiosa.

En efecto, escribe: «quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida... Si es verdadero religioso y verdadero orador [orante] y pretende gozar regalos de Dios, no ha de volver las espaldas a desear morir por él y pasar martirio. Pues ¿no sabéis, hermanas, que la vida del buen religioso y que quiere ser de los allegados amigos de Dios, es un largo martirio? Largo, porque comparado a los que de pronto los degollaban, puede llamarse largo; pero toda vida es corta, y algunas cortísimas» (Camino 12,2).

Este martirio de amor, propio de todo cristiano, pero especialmente de todo religioso, fue vivido y expresado con gran profundidad por Santa Juana Francisca de Chantal (+1641). En una ocasión, dijo a sus hijas religiosas de la Visitación:

«Muchos de nuestros santos Padres y columnas de la Iglesia no sufrieron el martirio. ¿Por qué creéis que ocurrió esto?... Yo creo que esto es debido a que hay otro martirio, el del amor, con el cual Dios, manteniendo la vida de sus siervos y siervas, para que sigan trabajando por su gloria, los hace, al mismo tiempo, mártires y confesores... Sed totalmente fieles a Dios y lo experimentaréis. Conocí a un alma [se refiere a ella misma] a quien el amor separó de todo lo que le agradaba, como si un tajo, dado por la espada del tirano, hubiera separado su espíritu de su cuerpo...

«Se le preguntó con insistencia [a la Madre Chantal] si este martirio de amor podría igualar al del cuerpo. Respondió la madre Juana:

«No nos preocupemos por la igualdad. De todos modos, creo que no tiene menor mérito, pues “el amor es fuerte como la muerte”, y los mártires de amor sufren dolores mil veces más agudos en vida, para cumplir la voluntad de Dios, que si hubieran de dar mil vidas para testimoniar su fe, su caridad y su fidelidad» (Mémoires sur la vie et les vertus de s. Jeanne-Françoise de Chantal, París 18533, III,3).

En fin, todos los santos, aunque algunos con una intensidad especial, han vivido de uno u otro modo este martirio espiritual mientras permanecían en este mundo. San Pablo de la Cruz (+1775), el fundador de los pasionistas, en su Diario espiritual, declaraba:

«yo sé que, por la misericordia de nuestro buen Dios, no deseo saber otra cosa ni quiero gustar consuelo alguno, sino solo deseo estar crucificado con Jesús» (26-XI-1720). Este gran santo sufría lo indecible especialmente por las ofensas sufridas por Cristo en la Eucaristía: «deseaba morir mártir, yendo allí donde se niega el adorabilísimo misterio del Santísimo Sacramento» (26-XII).

Santa Teresa del Niño Jesús quería más que nada, ante todo y sobre todo, padecer el martirio por Cristo y por la salvación de los hombres:

«Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme... Pero no es así... Siento en mi interior otras vocaciones, siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir... Pero sobre todo y por encima de todo, amado Salvador mío, quisiera derramar por ti hasta la última gota de mi sangre...


«¡El martirio! ¡El sueño de mi juventud! Un sueño que ha ido creciendo conmigo en los claustros del Carmelo... Pero siento que también este sueño mío es una locura, pues no puedo limitarme a desear una sola clase de martirio... Para quedar satisfecha, tendría que sufrirlos todos...

«Como tú, adorado Esposo mío, quisiera ser flagelada y crucificada... Quisiera morir desollada, como San Bartolomé... Quisiera ser sumergida, como San Juan, en aceite hirviendo... Quisiera sufrir todos los suplicios infligidos a los mártires» (Manuscristos autobiográficos B, 2v-3r).

Se trata, sí, de un martirio puramente espiritual, pero de un martirio de amor absolutamente real y verdadero. La persona enamorada del Crucificado se consume en las llamas del amor que le tiene. O mejor, arde sin consumirse. Así lo expresa Santa Teresita en una Poesía (32):

«Tu amor es mi martirio, mi único martirio.

Cuanto más él se enciende en mis entrañas,

tanto más mis entrañas te desean...

¡¡¡Jesús, haz que yo muera

de amor por ti!!!





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