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miércoles, 26 de septiembre de 2012

Historia y teología del martirio. Parte II

Este artículo es la continuación de la historia del Martirio. Parte I

Artículo tomado de la Biblioteca Católica Digital del sitio web www.mercaba.org




II. Espiritualidad del martirio en la actualidad
El martirio no se introdujo en el mundo espiritual cristiano con la muerte de Esteban por obra del sanedrín ni concluyó con la paz constantiniana. Aunque históricamente el "martirio" ha sido una prerrogativa de los creyentes a quienes su fidelidad a Cristo les ha costado la vida, el valor semántico del término es más amplio. Como ya se ha indicado la noción de "testimonio" más fundamental y primitiva, incluye la de martirio. El testimonio connatural a la fe cristiana, en cuanto que ésta implica atestiguar aquella verdad no abstracta sino concreta que para el cristiano se identifica con la persona y la historia de Jesús. ¿Es connatural también el martirio? El martirio da más bien la impresión de ser una modalidad contingente del testimonio, destinada a desaparecer en donde prevalezcan la tolerancia civil, el principio de la libertad de conciencia y los valores del pluralismo.

Si tomamos por base el uso lingüístico, tenemos una indicación favorable a la actualidad del testimonio. En efecto, mientras que el "testimonio" goza de todas las simpatías de los cristianos de nuestro tiempo (incluso hasta llegar a una inflación del término en el ámbito de las espiritualidades activistas), el "martirio" es mirado más bien con desinterés; más como un fenómeno del pasado que como un hecho sintomático del presente. Es sabido que en la época patrística, y sobre todo en los dos primeros siglos, el mártir constituyó el modelo del cristiano perfecto. Hoy, a pesar de todo el interés por un cristianismo testimonial, no sabríamos construir una espiritualidad cristiana sobre el martirio.

A algunos esta marginación del martirio del horizonte espiritual del cristiano les parece sospechosa. Apenas clausurado el Vat. 11, la voz de un conocido teólogo recordaba a la comunidad católica, entusiasmada por el diálogo con el mundo, la realidad del martirio como "caso serio" de la fe cristiana. Hans Urs von Balthasar señalaba polémicamente en Cordula —la joven de que nos habla la leyenda de las once mil vírgenes; habiendo huido al principio de la muerte, salió luego espontáneamente de su escondite y se ofreció voluntariamente al martirio— la antítesis de muchos cristianos contemporáneos. Su principal cargo contra ellos es que han dejado de considerar el cristianismo como un "caso serio" (esta expresión, traducción literal del alemán Ernstfall, es incapaz de recoger todas las resonancias del original; indica el elemento esencial de una Weltanschauung que afecta existencialmente al individuo y, por tanto, al compromiso absoluto con que éste responde a una percepción nueva de la realidad, o también el caso de emergencia en que es preciso jugarse el todo por el todo). El olvido de la "seriedad" del caso planteado por la cruz y la resurrección de Cristo provocaría la atenuación del misterio, la pérdida de la identidad cristiana. la huida hacia un mañana utópico ante el futuro del mundo; junto con la disponibilidad para el martirio, los cristianos modernos habrían perdido también el legítimo orgullo del nombre cristiano, prefiriendo el anonimato.

La liquidación del martirio no entraba en las intenciones del concilio. Además del texto de la LG 42 —citado por H. U. von Balthasar al comienzo de su libro—, que presenta el martirio como una perspectiva siempre abierta para la Iglesia de Cristo, se podría recordar la declaración sobre la libertad religiosa, en donde se exhorta a los cristianos a "difundir la luz de la vida con toda confianza y fortaleza apostólica, incluso hasta el derramamiento de sangre" (DH 14). Contra aquellos cristianos que identifican la tarea de la hora presente con la adaptación del mundo, el teólogo de Basilea reconoce como voluntad del concilio la "exposición inerme de la Iglesia al mundo. Demolición de las fortalezas; los baluartes allanados y convertidos en caminos. Y esto sin ninguna idea escondida de un nuevo triunfalismo, una vez que el antiguo se ha hecho impracticable. No se piense que, cuando los caballos de batalla de la santa Inquisición o del Santo Oficio hayan sido eliminados, se podrá entrar en la celestial Jerusalén cabalgando sobre el manso borriquillo de la evolución, agitando palmas". La puesta al día de la Iglesia no debería mirar, por consiguiente, a la eliminación definitiva del martirio en la vida espiritual del cristiano, sino más bien a un martirio que resulta casi obvio.

Puede ser oportuna esta apelación a la "seriedad" de la fe cristiana y al martirio, que es su sello. Pero no ha de entenderse como propuesta del cristiano como mártir en el sentido de un modelo heroico. La época en que vivimos no es ya un mundo de héroes, aunque sigan siendo actuales algunas características de lo que en el pasado era patrimonio de los héroes. Si consideramos heroico lo que depende de una habilidad excepcional, desarrollada mediante un esfuerzo extraordinario, encontramos también en nuestra cultura figuras eminentes que suscitan la admiración común. Sin embargo, desde este ángulo visual nos cerramos todas las posibilidades de comprender lo que es típico del santo cristiano. La vida del santo no es una hazaña de grandeza humana, sino una hazaña del Dios de la alianza. No se trata de celebrar la grandeza del hombre. sino de anunciar la fidelidad de Dios. El uso apologético de mala calidad, como autocelebración de la comunidad confesional, que puede hacerse del heroísmo de los santos —especialmente el de los mártires—, muere apenas nace cuando pensamos que la Iglesia es tan poco dueña de los santos como lo es de la palabra de Dios. No puede servirse de ellos para su propia glorificación ni por motivo alguno de triunfalismo y autocomplacencia. Por tanto, no está en manos de la Iglesia programar los martirios. Incluso la autocandidatura al "martirio" —en sus formas más blandas del vituperio o de la discriminación— de los grupos integristas resulta sospechosa; en todo caso, no puede pretender ser la única forma de vivir consecuentemente el compromiso cristiano. En cambio es plenamente legítimo acentuar la fortaleza como virtud que acompaña y hace posible la fe. Hoy lo mismo que ayer. No se trata de volver a proponer con Nietzsche un superhombre que viva "peligrosamente"; lo que importa es llevar una vida "buena". Pues bien, desde hace veinte siglos, en la tradición cultural de Occidente la vida del hombre éticamente realizado se ve a través de un espectro de cuatro colores, constituido por las virtudes de la prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Todas las fuerzas originales del Occidente —griegos y romanos, judíos y cristianos— han contribuido a la puesta a punto de este esquema de la estructura ética que le permite al hombre realizarse. Al aceptarlo, la teología cristiana admitía que el bien no se realiza por sí solo, sino que requiere el esfuerzo del individuo dispuesto a luchar y, si es preciso, a sacrificarse por ello. En los casos límite puede inclusoexigirse la renuncia a la vida. En el filón tradicional de Occidente esta perspectiva ha producido el principio de la libertad de conciencia y una consideración reverencia) de quienes sufren violencia por su fidelidad a unos principios éticos y religiosos. Para la religión de la libertad de conciencia son mártires tanto Sócrates como Cristo. Ambos realizaron un ideal de bondad-verdad-belleza y se adhirieron a él con fortaleza; fue más fácil arrancarlos de la vida que de aquel mundo de valores.

Desde el principio, los cristianos tomaron conciencia de que con el mismo acto con que se adherían a Cristo tenían que enfrentarse con el "siglo", dado que en él actuaban "potencias" contrarias a la salvación que Dios les ofrecía en Cristo. La muerte misma de Jesús, el "mártir" por excelencia, fue vista como el resultado trágico de una lucha entre fuerzas antagónicas. La fortaleza necesaria a los testigos de la fe no imita el cuño del heroísmo; lo vemos en el estilo con que se da el testimonio. La fuerza de los testigos no es la de un arco que se tensa, sino más bien la de un salto de agua que brota irrefrenable. Puestos en situación de choque frontal con las potencias antievangélicas, demuestran confianza, seguridad gozosa, orgullo. Dos términos griegos se utilizaron especialmente para expresar esta novedad cristiana: parresía y káuehesis. La parresía se manifiesta exteriormente en el comportamiento del que puesto en pie, con la frente alta, habla abiertamente, con plena libertad de lenguaje, de su encuentro con la "potencia"; interiormente le da al testigomártir una seguridad indefectible para anunciar con toda libertad la palabra de Dios. De ese encuentro nace la consagración leal a la palabra misma. Reflejo de esa confianza es la káuehesis, esto es, el hecho de gloriarse de algo después de haber hecho de ello el fundamento de las propias opciones existenciales.

Los cristianos han visto siempre en este comportamiento no tanto una grandeza ética que proponer como modelo a unos pocos hombres fuertes, capaces de asumirlo como propio, cuanto una vivencia mística, esto es, una experiencia interior y personal de la salvación. Freud afirmó que la mayor parte del heroísmo se deriva de la convicción instintiva de que "nada puede pasarme a mí". El intentaba desenmascarar en este tipo de comportamiento un narcisismo ingenuo, propio del "yo" que no se ha enfrentado todavía con el "principio de la realidad". Pero quizá su observación sea también verdadera en un sentido más profundo, que no tenía en cuenta el padre del psicoanálisis. La experiencia personal de la salvación amplía los limites del propio "yo"; en este "yo" más grande experimenta el creyente un sentimiento de preservación, de tutela, de garantía segura. A diferencia de lo que sucede en el ideal heroico, el testigo de la fe no se refiere a su propia virtud individual, sino a la "fuerza" con la que se siente en íntima comunión. En esa realidad más grande con la que se confunde su "yo", la muerte no es ya el mal mayor; ni siquiera es realmente un mal. Pablo nos dejó la celebración lírica más impresionante de esta confianza interior del creyente; casi una fotografía interior de una fe abierta al martirio (cf Rom 8,35-39).

El carácter particular, místico más que ético, de la fortaleza cristiana justifica el vinculo esencial que hay entre el cristianismo y el martirio. Al mismo tiempo, nos permite especificar en qué sentido es actual para los cristianos del s. xx el recuerdo del martirio. No se trata de desempolvar los modelos heroicos del pasado ni de instigar a un grupo confesional contra los principios civiles de la tolerancia y del pluralismo. Lo que sí resulta legítimo y urgente es defender una profesión del cristianismo basada en la experiencia personal de la salvación más que en referencias culturales. Como diría Von Balthasar, el cristianismo que da mártires no es el de los "profesores", sino el de los confesores. Donde se encuentra y se experimenta la salvación, el cristianismo es el "caso serio"; si no, puede ser todo lo más un "caso interesante".

El martirio, en cuanto habitus permanente de una auténtica espiritualidad cristiana, lleva, por tanto, al creyente a preguntarse en qué está basada su propia fe. Un motivo ulterior de la actualidad de la reflexión sobre el martirio es el valor kerigmático que todavía posee en la actualidad. Valor kerigmático, no apologético. El martirio anuncia un mundo nuevo futuro, pero ya sustancialmente presente. La predicación cristiana no recorre el camino de la conversión moral, como hizo Juan Bautista, ni el de la previsión de la catástrofe cósmica, como hacía la apocalíptica judía. La predicación del reino de Dios que hizo Jesús partió del anuncio de las bienaventuranzas. Y también el martirio es una bienaventuranza: "Bienaventurados seréis cuando os injurien, persigan y, mintiendo, digan todo mal contra vosotros por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos. Pues también persiguieron a los profetas antes que a vosotros" (Mt 5,11-12).

El martirio se convierte en signo del reino de Dios sólo en la lógica de las bienaventuranzas. Su contenido es una felicidad que tiene a la esperanza como dimensión esencial, ya que participa de la tensión entre el "ya" y el "todavía no", que es propia del reino de Dios. La felicidad del cristiano está basada en una promesa. Los que son declarados "dichosos" en las bienaventuranzas no lo son en virtud de su situación, sino como consecuencia de la voluntad de Dios de reservarles el reino. Ni la pobreza, ni el hambre, ni la aflicción, ni el martirio dan la bienaventuranza. Sólo la condición nueva que seguirá al derrumbamiento del desorden actual hará de los desheredados de hoy los destinatarios de la riqueza del reino, en el que Dios saciará el hambre y enjugará las lágrimas. El anuncio de una bienaventuranza ligada a los estados de pobreza, de tristeza, de opresión violenta sólo es posible en un horizonte de esperanza escatológica. Sin ésta, sentirse felices en esas situaciones sería un verdadero masoquismo y favorecería la alienación social. La bienaventuranza en una situación de tribulación tiene un efecto kerigmático: anuncia y señala que las ideologías que mantienen la opresión no son más que tigres de papel.

Los seres humanos tocados por este tipo de bienaventuranza son de un temple especial. Aunque no son protagonistas de una rebelión directa contra' los poderes opresivos, los amenazan mucho más peligrosamente que los revolucionarios. Los mártires protestan contra una situación en la que domina el mal. Pero ven perfectamente que no sólo los oprimidos, sino también los opresores, son víctimas de ese mal. Anticipan de este modo una inversión radical de la condición humana. El vencedor de hoy acabará siendo vencido; no por una revancha del mártir, sino por esa "fuerza" que lo sostiene y que constituye el "yo más grande" al que se ha entregado el mártir; una victoria que no humilla al vencido, sino que lo libera también a él. El martirio es anuncio de la fidelidad de Dios, hecho frente a un mundo en donde la injusticia triunfante se ha convertido en enfermedad endémica e institucionalizada. Tener el martirio ante los ojos significa para la Iglesia de hoy asumir la debida actitud frente al mundo; no la actitud de rendición acomodaticia ni la de la provocación autocomplaciente. Se trata precisamente de la actitud de los mártires de todos los tiempos. que supieron encontrar en la promesa la luz suficiente para caminar al encuentro del Señor que viene, soportando la tribulación y sin interrumpir nunca su canto. El canto de los mártires, ya tengan que soportar la prueba cruenta o la incruenta, es el que entonó antaño Job:

Sé que mi defensor está vivoy que él, el último, sobre el polvo se alzará;

y luego, de mi piel de nuevo revestido,

desde mi carne a Dios tengo que ver.

Aquel a quien veré ha de ser mío,

no a un extraño contemplarán mis ojos;

¡y en mi interior se consumen mis entrañas...! (Job 19.25-27).

S. Spinsanti

BIBL.--Actas de los mártires, Ed. Católica, Madrid 1974.—Arnáiz, E. Pléyade, Perpetuo Socorro, Madrid 1981.—Balthasar, H. U. von. Seriedad con las cosas, Sígueme, Salamanca 1968.—Bataillon, M. Saint-Lu, A, El padre Las Casas y la defensa de los indios, Ariel, Barcelona 1976.—Bethge, E, Dietrich Bonhoeffer. Teólogo, cristiano, hombre actual, Mensajero, Bilbao 1970.—Blas, C. de, Tarancón, obispo y mártir, Naranco, Oviedo 1976.—Boff, L. Testigos de Dios en el corazón del mundo, Inst. Teol. de Vida Religiosa, Madrid 1978.—Casaldáliga, P, La muerte que da sentido a mi credo: Diario 1975-1977, Desclée, Bilbao 1977.—Dabais, J, Les martyrologues du moyen áge latin, Brepols. Touruhout 1978.—Gerbeau, H, Martin Luther King, Atenas, Madrid 1979.—Lassier, S, Gandhi y la no-violencia, Paulinas, Madrid 1976.—López Vigil, M, Don Lito del Salvador. Proceso de una fe martirial, Sal Terrae, Santander 1982.—Martínez Núñez, E, Historia de la revolución mexicana. Los mártires de San Juan de Ulua, México 1962.—Montero, A, Historia de la persecución religiosa en España, Ed. Católica, Madrid 1961.—Raguer. H. La espada y la cruz: la Iglesia 1936-1939, Bruguera, Barcelona 1977.—Six, F. X, Charles de Foucauld, Herder, Barcelona 1962.—Sobrino, J, Mons. Romero, verdadero profeta, Desclée, Bilbao 1981.—Véase bibl. de Modelos espirituales.

 

Historia y teología del martirio. Parte I

Artículo tomado de la Biblioteca Católica Digital del sitio web www.mercaba.org



SUMARIO: I. Historia y teología del martirio: 1. El término "mártir": 2. El concepto de martirio: 3. El número de mártires; 4. Teología del martirio; 5. El culto a los mártires; 6. El martirio fuera de la Iglesia católica - II. Espiritualidad del martirio en la actualidad.

Historia y teología del martirio

 
1. EL TÉRMINO "MÁRTIR" - El término "mártir" se deriva del griego "martys", que en la lengua profana significa "testigo". Pero en la terminología teológica este mismo término, ya desde el s. II-III, designa a una persona que ha dado testimonio en favor de Cristo y de su doctrina con el sacrificio de su vida. Surge entonces el problema de cómo, en un tiempo relativamente breve, el término "mártir" adquirió este significado tan especial. En efecto, en el Nuevo Testamento esta palabra aparece con frecuencia en el sentido ordinario de testigo (Mc 14,63; He 6,13; etc.); pero designa, sobre todo, a un tipo particular de testigos, o sea a los apóstoles, que pueden testimoniar por experiencia propia la vida, la muerte y, especial-mente. la resurrección de Jesús (cf He 1,22; Lc 24,48; He 1,8; 2,32; 10,39. 41; 26,16; 1 Cor 14,15, etc). Así pues, los apóstoles son los testigos autorizados y, por así decir, oficiales de la misión y de la resurrección de Cristo, sin que el término mismo suponga que dieran testimonio de Cristo incluso con el sacrificio de sus vidas.

Sin embargo, hay textos en los que el término "martys" y sus derivados se acercan bastante a este último significado. Así se ve, por ejemplo, en el texto de Mc 13,9: "Os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante los gobernadores y los reyes por causa mía, en testimonio (martyrion) para ellos". Además, en otros textos el término "martys" es utilizado para designar a ciertas personas que, efectivamente, han atestiguado en favor de Cristo con el sacrificio de sus vidas. Por ejemplo, He 22,20, donde se habla de "la sangre de Esteban tu testigo (martyros)", o Ap 2,13, donde se habla de Antipas llamándolo "mi fiel testigo (martys), que fue muerto entre vosotros". En estos y en otros textos semejantes (Ap 11,3; 11,7; 17,6, etc.) no está del todo claro si el término "martys" es usado formalmente para indicar que los testigos en cuestión derramaron su sangre por Cristo o si es empleado en el sentido mucho más genérico de testigo. Por tanto, hay que concluir que el Nuevo Testamento no ofrece ningún ejemplo claro en donde el término "martys" se utilice en el sentido más restrictivo que tendría luego a partir del s. II-III.

Especialmente en nuestro siglo, los eruditos han intentado explicar cómo en un tiempo relativamente breve la palabra "martys" adquirió exclusivamente el significado técnico de "mártir". Con este objeto se han realizado varios intentos para descubrir un vínculo interno entre el concepto de "testigo" y el de "mártir", recurriendo al helenismo y especialmente a la filosofía estoica, o bien a las categorías de pensamiento presentes en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Estos intentos no han aportado una solución definitiva del problema, aunque han arrojado algunos elementos ciertamente importantes. Nos referimos al hecho de que, ya en el helenismo, la palabra "martys" y sus derivados no se utilizaron únicamente para designar un testimonio verbal, sino también el testimonio dado con la acción y con toda la vida (el caso de Epicteto). También es importante el hecho de que el término "testigo de Dios" (martys tou theou) se empleara en la teología hebrea para designar a los profetas, o sea a los testigos privilegiados de Dios, muchos de los cuales atestiguaron no sólo con sus palabras, sino también con el ejemplo de su vida y hasta con sus sufrimientos y la muerte.

Por lo que se refiere a los intentos de establecer una conexión interna entre el término "testigo" y el de "mártir" a partir del Nuevo Testamento, merecen una particular consideración las siguientes sugerencias:

Los mártires tuvieron una oportunidad privilegiada de atestiguar su fe en los interrogatorios que ordinariamente precedían a la condena a muerte.

El mártir es testigo de Cristo no sólo con su confesión de fe. sino también con su vida y con su muerte, imitando así la obra y la muerte salvífica del Redentor. Es, por tanto, un testigo por excelencia.

El testimonio de los mártires no es sólo una rnanifestación humana, sino un testimonie del mismo Espíritu Santo, y, por tanto, sumamente precioso (cf Mt 10,19-20).

Psicológicamente hablando, el testimonio del martirio adquiere una eficacia particular debido a que la profesión oral queda confirmada con la vida y sobre todo con la muerte. Aunque todas estas consideraciones tienen su valor, cabe dudar, sin embargo, de si pueden, en conjunto, explicar el hecho de que el término "martys" adquiriera en un tiempo tan breve el significado exclusivo de "mártir". Como ha observado H. Delehaye refiriéndose a estas discusiones, la lengua no se desarrolla según una lógica interna y puede suceder que un término pierda su significado primitivo y adquiera otrodistinto debido a una serie de factores y circunstancias. Por tanto, se puede preguntar si no es posible que el término "martys" = "testigo" adquiriera el significado de mártir precisamente cuando el martirio fue un hecho frecuente en la vida de la Iglesia y cuando el testimonio por excelencia en favor de Cristo y de su doctrina fue dado de la forma más evidente por quienes eran sacrificados por su fe en él.

Por otra parte, este desarrollo pudo acelerarse ulteriormente por el hecho de que en las luchas contra el docetismo. que negaba la realidad del cuerpo de Cristo y, por tanto, la realidad de su pasión y de su muerte, el testimonio que los mártires habían dado precisamente con su muerte fue considerado como una prueba particularmente preciosa y convincente contra semejantes teorías.

De todas formas, aunque el problema de la terminología sigue siendo todavía un tanto enigmático y quizá no pueda nunca resolverse definitivamente, el hecho es que a partir de la mitad del s. II el término "martys" posee ya frecuentemente el significado actual de mártir, que pronto pasará a ser el único. La historia de este rápido desarrollo puede seguirse ante todo a través del estudio de la terminología empleada en la primera carta de Clemente Romano a los corintios. en las actas del martirio de Policarpo y en los escritos de Ireneo, Clemente de Alejandría y Orígenes, y, en lo que se refiere a la literatura latina. en las obras de Tertuliano y de Lactancio.

Con el correr de los años se hace una última clarificación respecto al significado del término "mártir", que se convierte ya en la acepción ordinaria del s. N; consiste en la distinción entre los que habían sufrido por su fe (confessores fidei) y los que habían sacrificado su vida por ella; solamente estos últimos eran designados con el término de "mártires".

2. El. CONCEPTO DE MARTIRIO - Si es complicada la historia del término "martys", resulta clara, por el contrario, la realidad que designa: la muerte de un cristiano sufrida por su fe. Se puede tratar de la fe en toda la revelación, o bien en una parte de ella, a saber: en un dogma particular. Se puede y se debe hablar también de martirio cuando el cristiano, por causa de su fe, se ha negado a faltar a un mandamiento (por ejemplo, contra la justicia o contra la castidad).

Mientras que en el cristiano es decisivo que, por amor de Dios y consciente de las consecuencias a las que ha de enfrentarse, no quiera hacer nada que vaya contra su fe, en el que inflige la muerte no es necesario que actúe directa v formalmente por odio contra Dios, contra la persona de Cristo, su doctrina o su Iglesia. Basta con que, por motivos ideológicos o por otros cualesquiera. pretenda forzar al cristiano a cometer actos que éste no puede realizar sin pecar.

Por tanto, si en este contexto se habla de odium fidei por parte del que mata al cristiano, se entiende con esta expresión la actitud de hostilidad contra el cristianismo, porque éste impide la consecución del fin que pretende el perseguidor.


Todos los elementos señalados se encuentran con especial claridad en las relaciones de los martirios antiguos, como, por ejemplo, en la copia de las actas proconsulares de los mártires escilitanos, que nos informan del procedimiento jurídico instruido contra ellos el 17 de julio del año 180. La acusación formulada por el procónsul Saturnino se refiere al hecho de que los cristianos en cuestión se habían negado a vivir según la costumbre romana y a tributar al emperador ciertos honores que, a su juicio, estaban formalmente en contra de su fe monoteísta. Por este motivo se les conmina a que abandonen su fe, y cuando se niegan a ello son condenados a la decapitación: "Entonces el procónsul Saturnino tomó sus tablillas y leyó la sentencia: `Esperata, Narzalo, Cittino, Donata, Vestia, Secunda y otros han confesado que quieren vivir a la manera de los cristianos, y como, a pesar de nuestro ofrecimiento de que pueden volver a vivir según las costumbres de los romanos, se han obstinado en su decisión, por eso los condenamos a morir por la espada..., inmediatamente después fueron conducidos al lugar del martirio, donde se arrodillaron y rezaron todos juntos. Luego, se les cortó la cabeza uno tras otro".

Sin embargo, no resulta siempre fácil descubrir todos los elementos de un martirio. Con frecuencia, y especialmente en nuestros días, los cristianos que no quieren ceder a las pretensiones de un dictador no son perseguidos oficialmente por ser cristianos, sino que se los acusa de crímenes comunes y, sobretodo, son condenados como traidores o perturbadores del orden público. Además, muchas veces no se instruye un proceso ordinario, sino que se los elimina ocultamente. También puede ocurrir que no se les dé muerte directamente, sino que —como ya sucedía en la antigüedad con quienes eran condenados a trabajos forzados en las minas (damnati ad metalla)— se les ponga en condiciones tales que lleguen a morir por causa de las privaciones y trabajos que han de soportar.

Ni hemos de olvidar que en la actualidad existen medios y posibilidades de destruir la personalidad de un hombre sin quitarle la vida física. Finalmente, a menudo resulta más difícil discernir el martirio, porque regularmente no se les ofrece a los cristianos una opción entre la apostasía y la muerte, sino que simplemente se les mata por demostrar con su vida una fe tan firme y profunda que el perseguidor no puede concebir esperanzas de que renuncien a ella.

Estas formas de martirio, que muchas veces no pueden ser reconocidas oficialmente como tales, plantean problemas especiales, como, por ejemplo, el de determinar en qué sentido la voluntad habitual de vivir el cristianismo incluso ante las amenazas de muerte, o el deseo del martirio, pueden ser considerados sustitutivos de la decisión de quienes —como los mártires escilitanos- son puestos explícitamente ante la opción entre la apostasía y la muerte. En las siguientes reflexiones tendremos también presentes estos casos, aunque sin entrar en las explicaciones ulteriores que de suyo exigirían.

3. EL NÚMERO DE MÁRTIRES - Por los motivos que acabamos de exponer resulta lógicamente imposible señalar con precisión el número de mártires; esta dificultad se agrava aún más por el hecho de que no tenemos ninguna certeza de que en la antigüedad se hicieran relaciones completas de todos los mártires y de que todas las relaciones eventualmente redactadas hayan llegado hasta nosotros.

Además, en los relatos que nos han llegado se encuentran muchas veces indicaciones vagas, como, por ejemplo, la afirmación de que, en una circunstancia determinada, el número de mártires era "enorme".

Por otra parte, se sabe con certeza que sólo en las persecuciones romanas murieron por su fe varios millares de cristianos (las opiniones de los especialistas sobre el tema varían notablemente y van de un mínimo de 10.000 a un máximo de cerca de 100.000). También sabemos que la evangelización de los paises de Europa costó la vida a no pocos cristianos y que lo mismo hay que decir respecto a los comienzos de la propagación de la fe en casi todas las tierras de misión. Además, tanto en el periodo de la reforma como en el de la revolución francesa, y más aún bajo las dictaduras de nuestro siglo, fueron muchísimos los que testimoniaron con su sangre su fidelidad a Cristo y a la Iglesia, aunque resulta difícil señalar su número. Un cálculo prudencial nos permite decir que, desde la fundación de la Iglesia hasta hoy, los cristianos que han sufrido el martirio en todas las partes del mundo suman por lo menos varios cientos de miles.

Este hecho sugiere ya por sí solo que un fenómeno tan frecuente y constante no puede ser meramente casual, sino que debe existir una conexión interna entre la vida de la Iglesia y el martirio. Por consiguiente, no hemos de extrañarnos de que el Vat. II haya afirmado que algunos cristianos "serán siempre llamados a dar este supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores" (LG 42), basando esta enseñanza no ya en un cálculo de probabilidades, sino en la verdad teológica de que el martirio forma parte integrande de la vida de la Iglesia.

4. TEOLOGÍA DEL MARTIRIO - La teología del martirio está enteramente basada en la muerte de Cristo y en su significado. En efecto, Cristo es el prototipo de los mártires: "Teniendo la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y en su condición de hombre se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2,6-8).

Cristo es el siervo doliente de Yahvé anunciado por Isaías (Is 52,13-15; 53), que tiene que sufrir y morir para justificar a la muchedumbre (Is 53,11), que vino a dar su vida en rescate por muchos (cf Mt 20,28).
La salvación del mundo tiene que realizarse a través del sufrimiento y la muerte del testigo del Padre (Mt 16.21 y par.; 26,54.56; Lc 17,25; 22,37: 24,7.26.44), ya que sin el derramamiento de sangre no hay perdón (Heb 9,22). El Señor "vino a los suyos y los suyos no lo recibieron" (Jn 1,11), pero él "los amó hasta el fin" (Jn 13,1); fue entregado (cf Jn 18,2), condenado a muerte (cf (Jn 19,7s) y crucificado (Jn 19,18). De este modo consumó el sacrificio del amor (Jn 19.30), a fin de que tuviéramos la vida (cf Jn 10,10).

Realmente, la muerte sacrificial de Cristo es el tema central de todo el NT y es elaborado por cada uno de los autores según su propia personalidad y el fin específico de su escrito. Se hace referencia explícita a esa muerte, o por lo menos se la presupone tácitamente, siempre que se trata de la persona, de la vida y de la obra de Cristo y cuando se propone una enseñanza relacionada con cuestiones tan fundamentales como la voluntad salvífica de Dios y la historia de la salvación, la encarnación y la redención, la fundación de la Iglesia, su naturaleza y su misión, los sacramentos (de manera especial el bautismo y la eucaristía) y, naturalmente, el sufrimiento, la muerte y la resurrección y demás verdades relativas a los novísimos y a la dimensión escatológica de nuestra existencia.

Precisamente porque la muerte salvifica de Cristo en la cruz es de una importancia tan fundamental se comprende fácilmente por qué ha habido siempre mártires en la Iglesia y por qué —como lo confirma el Vat. II— los seguirá habiendo.

En efecto, Cristo exhortó repetidas veces a los fieles a tomar su cruz y a seguirlo por el camino real de su pasión: "El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí; el que encuentre su vida la perderá, y el que la pierda por ml la encontrará" (Mt 10,38-39 par.). Y también: "En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la pierde y el que odia su vida en este mundo la conservará en la vida eterna. Si alguno se pone a mi servicio, que me siga, y donde esté yo allí estará también mi servidor" (Jn 12,24-26).

Estas y parecidas palabras del Señor nos revelan claramente la necesidad del sacrificio y la mortificación en la vida de todos los fieles, que fueron iniciados en la vida cristiana al ser bautizados en la muerte de Jesús (cf Rom 6,3s). Pero, al mismo tiempo, la comprensión de lo que supone esta inserción en Cristo hace evidente que todos los cristianos, en virtud de su bautismo, tienen que estar siempre dispuestos a morir por Cristo y que, por tanto, el asociarse a él en la entrega de sí mismos hasta la muerte es el modo más noble de seguirlo.

En efecto, "así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por él y por sus hermanos (cf 1 Jn 3,16; Jn 15,13)" (LG 42). Pero —y esto es de capital importancia para una comprensión teológica de la realidad que estamos considerando— el martirio "en el que el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a él en la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor" (LG 42).

El martirio y la vocación martirial no son el fruto de un esfuerzo y deliberación humana, sino la respuesta a una iniciativa y llamada de Dios, que invitando a ese testimonio de amor, plasma el ser de la persona llamada, confiriéndole la capacidad de vivir esa disposición de amor.

Pues bien, precisamente en virtud de la unión que Cristo establece gratuitamente con los hombres, haciéndolos partícipes de su vida y, por tanto, de su caridad, convirtiéndolos en miembros de su cuerpo que es la Iglesia y distribuyendo a cada uno según el beneplácito de su voluntad la medida de la gracia, Cristo mismo sigue viviendo —en algunas personas escogidas por él y que corresponden libremente a su Espíritu—los diversos aspectos de su vida y de su actividad redentora, y especialmente esta suprema prueba de amor. Precisamente por esta unión vital entre Cristo y los mártires, miembros de su cuerpo, es el mismo Cristo el que mediante su Espíritu habla y actúa en ellos: "Cuando os entreguen, no os angustiéis sobre cómo habéis de hablar o qué habéis de decir, porque se os dará en aquel momento lo que debéis decir. Pues no sois vosotros los que habláis, es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros" (Mt 10,19-20).

Y en virtud precisamente de esta misma unión, las persecuciones no faltarán nunca a la Iglesia (ef LG 42): "Bienaventurados seréis cuando os injurien y Persigan... Alegraos y regocijaos, pues también persiguieron a los profetas antes que a vosotros" (Mt 5,11-12; cf Le6,22-23). "El discípulo no está sobre el maestro, ni el siervo sobre su señor. Al discípulo le basta ser como su maestro y al siervo como su señor" (Mt 10,24-25; cf Lc 6,40). "Si a mí me persiguieron, también os perseguirán a vosotros" (Jn 15,20). Es la vida de Cristo que continúa en su Iglesia.

Así pues, el martirio resulta posible ante todo por la gracia del Señor, cuya fuerza se manifiesta plenamente en la debilidad (cf 2 Cor 12,9), y esto explica el ánimo y la perseverancia sobrehumanos que manifestaron tantos mártires. Esta verdad fue ya comprendida en los primeros tiempos del cristianismo, como se deduce no sólo de las actas de los mártires, sino también de la orden de no buscar el martirio o exponerse imprudentemente a él, sino dejar a Dios toda la iniciativa, ya que sólo él puede dar la fuerza necesaria para enfrentarse con la prueba.

En esta misma perspectiva, los padres de la Iglesia nos invitan a ver en las pasiones de los mártires otras tantas fases de la guerra entre Cristo y las potencias del mal y a contemplar llenos de admiración las batallas que el Señor sostiene en las personas de sus fieles soldados (cf san Agustín, Sereno 113, II, 2, PL 38, 1423).

Sin embargo, el hecho de que el martirio sea un don y una gracia de Dios no significa que queden suprimidas o disminuidas por la gracia la personalidad humana del mártir y su más preciosa prerrogativa, que es la libertad. Al contrario, según los principios generales que gobiernan la vida del cuerpo místico de Cristo, las posibilidades de la libertad humana y del amor espontáneo quedan enriquecidas y ennoblecidas eminentemente por la gracia; precisamente en el martirio la persona humana realiza bajo el impulso de la gracia su más auténtica posibilidad de libertad y de amor, puesto que en un acto único omnicomprensivo e irrevocable le da a Dios toda su existencia terrena y, en un acto supremo de fe, esperanza y caridad, se abandona radical y totalmente en manos de su creador y redentor.

La grandeza única de esta entrega completa de sí mismo se hace aún más patente si se considera que el mártir no sólo se enfrenta libremente con la experiencia trágica y tremenda de la muerte que él, con una palabra o un solo gesto, podría fácilmente posponer y despojar de los elementos de violencia dolorosa inherentes al martirio, sino también, y sobre todo, que él acepta en todo su corazón gozosamente esa muerte como un medio eminente de asociarse absoluta y radicalmente a la muerte sacrificial de Cristo en la cruz. San Pablo alude a esta verdad cuando nos amonesta sobre el carácter preliminar de nuestro compromiso cristiano mientras no hayamos resistido hasta derramar sangre en nuestra lucha contra el pecado (cf Heb 12,4); y, a su vez, nuestro Señor subraya la grandeza del amor heroico de los mártires cuando, refiriéndose directamente a su muerte, afirma: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

Al ser el martirio el acto más grande de amor, constituye el camino más noble hacia la santidad. En efecto, al seguir a Cristo hasta el sacrificio voluntario de la vida, el mártir, más que cualquier otra persona, queda consagrado y unido al Verbo encarnado, transformándose en la imagen de su Maestro.

A la luz de estas consideraciones, se comprende fácilmente por qué la Iglesia, ya en un tiempo en el que todavía no se había desarrollado la reflexión teológica, reconoció el insuperable valor meritorio del martirio y sus efectos típicos de justificación y de santificación. Ya desde los primeros tiempos de la era cristiana se creyó comúnmente que los catecúmenos que sufrían el martirio antes de ser bautizados en el agua habían quedado eficazmente bautizados en su propia sangre, derramada por Cristo y por su reino (bautismo de sangre).

En este mismo sentido hay que interpretar el hecho de que hasta aquellos teólogos de los primeros tiempos que no habían comprendido aún con claridad que todos los hombres son juzgados por Dios en el momento de su muerte y reciben ya entonces su retribución, admitían, sin embargo, que el mártir era liberado inmediatamente de todo efecto del pecado y admitido en seguida en la visión beatífica de la Santísima Trinidad.

Finalmente, siempre ha sido creencia común que nadie está más cerca de Dios y participa más íntimamente de la gloria de Cristo resucitado que aquellos que murieron por él, con él y en él.

La teología sistemática desarrollada por los grandes escolásticos y los teólogos modernos ha profundizado en la teología del martirio, recurriendo sobre todo a la teología de las virtudes infusas, teologales y cardinales. En primer lugar, ha puesto de relieve que el martirio presupone una fe profunda en Dios, esto es, no sólo aceptación intelectual de su existencia y revelación, sino una fe viva, una adhesión personal, que compromete toda la existencia del hombre. Basado en ella, el mártir pone toda su esperanza en Dios y deja confiadamente en sus manos cuanto le es más querido. Es evidente que estas actitudes no pueden subsistir si no están inspiradas y sostenidas por un intenso amor a Dios, amado por sí mismo y sobre todas las cosas, y que este amor, como todo acto auténtico de caridad, no abraza solamente a Dios, sino que se extiende también a todo lo que es suyo y, por tanto, implica también el amor a la Iglesia y a toda la humanidad.

Pero en el martirio se ejercen, además, todas las virtudes cardinales. La opción dramática que el mártir tiene que hacer entre Dios y la vida terrena es realmente una opción prudente, ya que se inspira en una sabia ponderación de los valores. Al mismo tiempo, atribuye a Dios todo lo que le es debido, por lo cual es sumamente justa. Es un triunfo del espíritu sobre la debilidad de la carne y, por tanto, una sublime manifestación de la virtud de la templanza. Y es la demostración de un fortaleza heroica. ya que se oponen a ella todas las tendencias del hombre a conservar su propia vida.

 Además, en el martirio el hombre experimenta y acepta humildemente su total impotencia y la necesidad absoluta de estar sostenido por la gracia; obedece hasta el fondo a la voluntad de Dios y se deja libremente privar de todo lo que poseía en la tierra, participando así de la extrema pobreza de Cristo en la cruz.

Finalmente, el amor del mártir es un amor "casto". En su entrega total a Dios ama al Señor de la forma más pura e inmensa posible, con un corazón entero y como lo único necesario. Esta consideración, más que cualquier otra, nos introduce en el misterio de amor vivido por el mártir, y al mismo tiempo nos hace vislumbrar la belleza recóndita de su heroísmo. No es una casualidad que ya en los primeros tiempos de la Iglesia se intuyera la existencia de un vinculo muy íntimo entre el amor típico del mártir y el amor virginal, y que la excelencia de la virginidad se explicara afirmando que lleva consigo un martirio incruento.

La teología del cuerpo místico de Cristo y la de la caridad teologal nos hacen igualmente comprender las dimensiones sociales y eclesiales del martirio. Si todo acto bueno realizado por un miembro del cuerpo místico redunda en beneficio del último, esto vale sobre todo para el martirio, acto supremo de caridad. En efecto, el martirio es el acto privilegiado en el que Cristo revive su pasión salvífica y su muerte por la Iglesia. Los sufrimientos del mártir son entonces, en un sentido verdadero, los sufrimientos mismos de Cristo padecidos por él no ya en su naturaleza humana concreta, asumida hipostáticamente por la persona del Verbo, sino en las personas humanas incorporadas a su humanidad y que viven de su vida. En este sentido, el mártir completa en su carne, más que cualquier otro fiel, "lo que falta a las tribulaciones de Cristo" (Col 1,24), y de esta forma coopera eminentemente en la obra salvífica de nuestro Redentor.

Esto no quiere decir, como es lógico, que el martirio añada algo a los méritos de Cristo, que son infinitos por su misma naturaleza; pero el hecho mismo de que el mártir quede tan íntimamente conformado con Cristo contribuye a la mayor santificación de todo el pueblo de Dios y favorece, por tanto, la aplicación de los méritos del Redentor. "Aunque nuestro Salvador, por medio de crueles sufrimientos y de una acerba muerte, mereció para su Iglesia un tesoro infinito de gracias, sin embargo. estas gracias, por disposición de la divina Providencia, no se nos conceden de una vez; y la mayor o menor abundancia de las mismas depende también no poco de nuestras buenas obras, con las que se atrae sobre las almas de los hombres esta verdadera lluvia divina de dones celestiales gratuitamente dados por Dios" (encíclica Mystici Corporis: AAS 35 [1943] 245).

La historia de la Iglesia naciente y de las misiones confirma la extraordinaria fertilidad apostólica del martirio y demuestra la verdad de aquella exclamación de Tertuliano: "Cada vez que nos matan nos hacemos más numerosos; la sangre de los cristianos es una semilla" (Apologeticus, 50: PL 1,534).

Otra función eclesial importante del martirio consiste en su valor de signo. El hecho de que una persona esté dispuesta a sacrificar su vida por su fe depone fuertemente en favor de la seriedad de sus convicciones. Si, por otra parte, son muchos millares de personas serias y sobrias, de toda edad y condición, las que arrostran libre y animosamente la muerte por su religión, ello constituye un importante signo apologético, que no sólo atestigua la santidad de la comunidad religiosa en cuestión, sino también el valor intrínseco de la religión misma y de su credibilidad.

El martirio es, además, un signo escatológico, por ser una muestra particularmente convincente de que los seguidores de Cristo crucificado y gloriosamente resucitado no tienen "aquí abajo una ciudad estable", sino que buscan y deben buscar la futura (cf Heb 13,14).

Finalmente, el martirio demuestra a todos los hombres la fuerza victoriosa de Cristo, que superó la muerte, y el poder eminente del Espíritu, que anima y sostiene a su cuerpo místico, la Iglesia, en la lucha contra las potencias de las tinieblas v del mal.

5. EL CULTO A LOS MÁRTIRES - La eminente santidad de los mártires fue reconocida ya por los primeros cristianos. Precisamente la convicción, por parte de los fieles, de la unión íntima de Cristo y de los mártires fue lo que indujo a los cristianos perseguidos a invocarlos para que orasen por ellos e intercediesen ante Dios a fin de obtener la gracia de imitarlos en la profesión íntegra e inconcusa de la fe.

La certeza de la vida eterna en Cristo que los mártires habían adquirido con los sufrimientos admirablemente soportados. el saber que eran santos y perfectos por haber dado la mayor prueba de amor al dar su vida por Cristo, el reconocerlos como amigos del Señor y al mismo tiempo cercanos a los que todavía estaban en la tierra, el creer por lo mismo en su poder de intercesión, constituyó el fundamento y el alma del culto a los santos, tal como surgió y se desarrolló en el seno de la Iglesia primitiva. Estos principios son los que nos ofrecen la explicación de las celebraciones en los sepulcros de los mártires (conmemoradas anualmente y no. como entre los paganos, el día del nacimiento temporal del difunto, sino en el aniversario del martirio, o sea el día del nacimiento celestial del cristiano; celebraciones que por este mismo motivo tenían un carácter de fiesta y no de luto), de la introducción cada vez más extendida de su recuerdo en el sacrificio eucarístico, de las plegarias e invocaciones dirigidas a ellos; en una palabra, de las diversas manifestaciones de culto auténtico, no sólo privado, sino también público, por estar reconocido, aceptado e incorporado por la misma Iglesia a su glorificación de Cristo y de Dios. Sólo a través de un proceso muy lento se extendió luego este culto a los llamados "confesores de la fe", o sea, a los que habían sufrido físicamente por Cristo, pero sin padecer la muerte; más tarde, a los que habían vivido en la virginidad, y, finalmente, a otras personas que se habían distinguido por el heroísmo de sus virtudes. Pero es significativo que en la historia de la Iglesia el culto reservado originalmente a los mártires se extendiera a los no mártires, y en primer lugar a las vírgenes, sólo en virtud de una argumentación teológica explícita, según la cual esta forma de vida se acerca, aunque sin alcanzarla, a la perfección del martirio. La verdad es que éste fue y será siempre considerado (cf LG 42) como la forma más alta y el modelo más sublime de la santidad cristiana.

6. EL MARTIRIO FUERA DE LA IGLESIA CATÓLICA - En el curso de la historia de la humanidad hasta nuestros días un número considerable de personas que no pertenecían a la Iglesia católica han muerto por sus convicciones religiosas en condiciones parecidas a aquellas en que murieron nuestros mártires. Como es obvio, su sacrificio merece toda nuestra estima y reverencia; pero, ¿puede decirse de ellos que son también verdaderos mártires?

La respuesta a esta pregunta depende esencialmente de cuanto hemos dicho, a saber: que según la doctrina católica, el martirio es, ante todo, un don de Dios y que solamente la gracia lo hace posible. Por consiguiente, hemos de distinguir varios casos. Consideremos, ante todo, el de una persona que ha muerto por defender una creencia que está formalmente en contra de lo que enseña la revelación divina; en este caso no se puede presumir que esa persona haya actuado bajo el impulso del Espíritu Santo. Por tanto, estaría fuera de lugar hablar entonces de martirio en el verdadero sentido de la palabra. Este mismo razonamiento hay que hacer respecto a aquellos cristianos no católicos que sufrieron la muerte por defender una doctrina o una práctica condenada por la Iglesia, ya que, por voluntad de Dios, "la Iglesia católica se halla enriquecida con toda la verdad revelada por Dios" (UR 4), y Dios no se contradice.

Si pasamos a considerar el caso de los cristianos separados que sellaron con su muerte su fe en Cristo, se impone una solución muy distinta. Mientras que en la antigüedad, sobre todo bajo la influencia de las luchas contra los montanistas y partiendo de las concepciones eclesiológicas de san Cipriano y de san Agustín, se les negaba generalmente el título de mártires, una interpretación más benévola del principio "extra ecclesiam nulla salus" ha abierto el camino a una solución más equilibrada y justa. Es interesante en este contexto el hecho de que Próspero Lambertini (Benedicto XIV, 1675-1758), al ocuparse de esta cuestión en su famoso tratado De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione (lib. 111, c. 20,3), enunciara el problema en los siguientes términos: "Si es verdaderamente mártir el que es invenciblemente hereje y muere por un artículo verdadero de fe", y luego, asociándose a la sentencia ya común en sus tiempos, respondiera que ese cristiano podía ser un mártir coram Deo, sed non coram ecclesia.

En nuestros días, la doctrina de que también entre los hermanos separados puede haber verdaderos mártires es oficialmente enseñada por el magisterio de la Iglesia. Mientras que Pío XII formuló esta convicción respecto a los mártires de las iglesias orientales (encíclica Sempiternus Rex, del 8 octubre 1951: AAS 43 [1951] 642-643, y encíclica Orientales Ecciesias, del 15 diciembre 1952: AAS 45 [1953] 5), el Vat. II, hablando de los hermanos separados en general, afirmó que "es necesario que los católicos reconozcan con gozo y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran entre nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de su sangre: Dios es siempre maravilloso y digno de admiración en sus obras" (UR 4).

Hoy a algunos católicos les gustaría que la Iglesia procediera a la beatificación y canonización de estos mártires. Por motivos más que evidentes, ello no es todavía posible; además, es obvio que a la inmensa mayoría de los hermanos separados tampoco les gustaría esta iniciativa.

P. Molinari

ver continuación en:
II. Espiritualidad del martirio en la actualidad 

BIBL.--Actas de los mártires, Ed. Católica, Madrid 1974.—Arnáiz, E. Pléyade, Perpetuo Socorro, Madrid 1981.—Balthasar, H. U. von. Seriedad con las cosas, Sígueme, Salamanca 1968.—Bataillon, M. Saint-Lu, A, El padre Las Casas y la defensa de los indios, Ariel, Barcelona 1976.—Bethge, E, Dietrich Bonhoeffer. Teólogo, cristiano, hombre actual, Mensajero, Bilbao 1970.—Blas, C. de, Tarancón, obispo y mártir, Naranco, Oviedo 1976.—Boff, L. Testigos de Dios en el corazón del mundo, Inst. Teol. de Vida Religiosa, Madrid 1978.—Casaldáliga, P, La muerte que da sentido a mi credo: Diario 1975-1977, Desclée, Bilbao 1977.—Dabais, J, Les martyrologues du moyen áge latin, Brepols. Touruhout 1978.—Gerbeau, H, Martin Luther King, Atenas, Madrid 1979.—Lassier, S, Gandhi y la no-violencia, Paulinas, Madrid 1976.—López Vigil, M, Don Lito del Salvador. Proceso de una fe martirial, Sal Terrae, Santander 1982.—Martínez Núñez, E, Historia de la revolución mexicana. Los mártires de San Juan de Ulua, México 1962.—Montero, A, Historia de la persecución religiosa en España, Ed. Católica, Madrid 1961.—Raguer. H. La espada y la cruz: la Iglesia 1936-1939, Bruguera, Barcelona 1977.—Six, F. X, Charles de Foucauld, Herder, Barcelona 1962.—Sobrino, J, Mons. Romero, verdadero profeta, Desclée, Bilbao 1981.—Véase bibl. de Modelos espirituales.

 

domingo, 23 de septiembre de 2012

Teología moral y martirio; encíclica Veritatis splendor

 
Un buen criterio para discernir la teología moral verdadera de la falsa está en considerar si su autor enseña que, llegado el caso, la aceptación del martirio es un grave deber.

Este artículo es la continuación de Teología del Martirio, Capítulo 6 del libro "Martirio de Cristo y de los Cristianos"escrita por  José María Iraburu. 

El papa Juan Pablo II escribe la encíclica Veritatis splendor (6-VIII-1993) frente a una moral cristiana «nueva», suave, acomodaticia, llevadera con las solas fuerzas de la naturaleza –asequible, pues, a todos, también a los que no oran ni reciben los sacramentos–, es decir, frente a una moral moderna que excluye el martirio, que se avergüenza de la cruz de Jesús, y que se cree con el derecho, e incluso con el deber, de eliminar la cruz que a veces abruma al hombre. En esa encíclica hallamos sobre el martirio palabras admirables, que extracto aquí, subrayándolas a veces.

90. «La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tutela-das por las normas morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gén 9,5-6).

«El no poder aceptar las teorías éticas “teleológicas”, “consecuencialistas” y “proporcionalistas” que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, halla una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.

91. «Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los dos jueces injustos, que la amenazaban con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión impura, responde así: “¡Qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor” (Dan 13,22-23).

«Susana, prefiriendo morir inocente en manos de los jueces, atestigua no sólo su fe y confianza en Dios sino también su obediencia a la verdad y al orden moral absoluto: con su disponibilidad al martirio, proclama que no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana elige para sí la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso, de la verdad y del Dios de Israel, sobre el bien; de este modo, manifiesta en sus actos la santidad de Dios.

«En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley del Señor y aliarse con el mal, “murió mártir de la verdad y la justicia” (Misal romano, colecta) y así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6,17-29). Por esto, “fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquel que vino a testimoniar la luz y que de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquel a quien se le había concedido bautizar al Redentor del mundo” (San Beda, Hom. Evang. libri II,23).

«En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo –comenzando por el diácono Esteban (cf. Hch 6,8–7,60) y el apóstol Santiago (cf. Hch 12,1-2)–, que murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y Pilato, “rindió tan solemne testimonio” (1Tm 6,13), confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador (cf. Ap 13,7-10). Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así ejemplo también del rechazo de un comportamiento concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la muerte (cf. Heb 5,7).

«La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida.

92. «En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8,36).

«El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún, manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la “humanidad” del hombre, antes aún en quien lo realiza que en quien lo padece (Vat.II, GS 27). El martirio es, pues, también exaltación de la perfecta humanidad y de la verdadera vida de la persona, como atestigua San Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma, lugar de su martirio: «por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios» (Romanos VI,2-3).


93. «Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero “usque ad sanguinem” para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades.

«Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche viviente para cuantos trasgreden la ley (cf. Sb 2,2), y hacen resonar con permanente actualidad las palabras del profeta: «¡ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!» (Is 5,20).

«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que –como enseña San Gregorio Magno– le capacita a “amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno” (Moralia in Job VII, 21,24).

94. «En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Para todos vale la expresión del poeta latino Juvenal: “considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir” (Satiræ VIII,83-84). La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida. En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor moral, la Iglesia da el mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en la creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: “Sabemos –dice San Justino– que también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos en la formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo que está en toda raza humana” (II Apología II,8)».

La grandeza sobrehumana que la fe cristiana infunde en la vida moral tiene su clave permanente en la Cruz de Cristo, que da acceso a la vida gloriosa del Resucitado. La participación en la Cruz de Jesús, es decir, el martirio, asegura a la moral cristiana una fidelidad amorosa a la ley divina que no vacila ni ante peligros, perjuicios, marginaciones sociales, sufrimientos, ni siquiera vacila ante la muerte.

En mi libro El matrimonio en Cristo (Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1996), al rechazar ciertas enseñanzas morales de Häring, Marciano Vidal, Hortelano, Forcano, López Azpitarte, etc., termino mi argumentación con un subcapítulo titulado La nueva moral no puede dar mártires (108-121). En efecto, «el situacionismo es causa de inmensos males, pero todavía es peor por los bienes grandiosos que nos quita. Hagamos, si no, memoria de los mártires. ¿Cuántos mártires cristianos hubieran podido salvar su vida –en este mundo, claro– si hubieran recurrido al “conflicto de valores” o a alguna otra de las “salidas” que la nueva moral ofrece?» (121).


Teología espiritual y martirio

 
Nuestra consideración teológica del martirio ha de verse completada con un estudio breve del martirio espiritual, que puede darse en modalidades muy diversas. La Virgen María, Regina martyrum, como antes hemos recordado, sufrió sin duda un verdadero martirio al pie de la cruz, compadeciendo la pasión de su Hijo. Pero también, ya desde muy antiguo, se ha considerado, por ejemplo, la virginidad como una forma de martirio, y sobre todo la vida monástica. La renuncia permanente al matrimonio, a los hijos, al hogar familiar, o bien el enclaustramiento perpetuo en un monasterio o en una ermita, son sin duda un testimonio (martirio) altamente fidedigno en favor de Cristo. Virginidad y vida monástica proclaman con voz fuerte, clara y persuasiva: solo Dios basta.

Los cristianos irlandeses, en la Edad Media, consideraban tres tipos de martirio: rojo, con efusión de sangre, blanco, por la virginidad y la vida ascética, y verde, por la penitencia y por el exilio voluntario, decidido con el fin de llevar la fe a otro país (A. Solignac, martyre, en Dictionnaire de Spiritualité, Beauchesne, París 1978,10,735).

Y San Bernardo habla también de tres géneros de martirio: se da «en Esteban la obra y la voluntad del martirio; tenemos la sola voluntad en el bienaventurado Juan [apóstol]; y sola la obra en los Santos Inocentes (Sermón SS. Inocentes). Es una idea sobre la que vuelve con frecuencia (cf. Sermón en octava de Pascua; de S. Clemente, de las tres aguas; Sermones sobre los Cantares 28,10; 47, tres especies de flores; 61,7-8).

Éstos y muchos otros antecedentes nos hablan de ese martirio de amor, siempre conocido en la tradición de la Iglesia: no implica necesariamente la efusión de la sangre; pero es real, es espiritual, tiene la máxima realidad de las entidades espirituales.

San Pablo ofrece en esto un ejemplo perfecto. Su vida en el mundo presente es un continuo martirio. Él sabe que mientras vive en el cuerpo, está ausente del Señor, y por eso quisiera más partir del cuerpo y estar presente al Señor (2Cor 5,8); y confiesa: «deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). Para él, con tal de gozar de Cristo, todo lo tiene por estiércol (3,8). San Pablo, viendo el pecado del mundo y añorando día a día la presencia visible del Señor, sufre, sin duda, un martirio de amor: «yo me muero cada día» (1Cor 15,31).

Muchos santos han vivido en forma peculiar el martirio espiritual por la frecuente contemplación de la pasión de Cristo, hasta verse en ocasiones, como San Francisco de Asís o el santo Padre Pío, estigmatizados con las cinco marcas del Crucificado. A no pocos santos les ha sido dado sufrir un verdadero martirio espiritual, y han padecido con estremecedora realidad los mismos dolores de la Pasión de Cristo.

En su comentario sobre los Cantares, San Bernardo describe bien este martirio del alma enamorada del Crucificado:

«De ahí que el Esposo le diga: “mi paloma ha puesto su nido en los agujeros de la piedra”, porque ella pone toda su devoción en ocuparse sin cesar en la memoria de las llagas de Cristo, y en detenerse y permanecer allí meditando de continuo. Esto la hace sufrir el martirio» (61,7).

Santa Teresa de Jesús, siendo niña, se concertó con un hermanito suyo para ir a tierra de moros, «pidiendo por amor de Dios para que allá nos descabezasen»: ardía en ansias de martirio; «el tener padres nos parecía el mayor embarazo» (Vida 1,5). No se logró su infantil proyecto, pero sí fue mártir en su vida religiosa.

En efecto, escribe: «quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida... Si es verdadero religioso y verdadero orador [orante] y pretende gozar regalos de Dios, no ha de volver las espaldas a desear morir por él y pasar martirio. Pues ¿no sabéis, hermanas, que la vida del buen religioso y que quiere ser de los allegados amigos de Dios, es un largo martirio? Largo, porque comparado a los que de pronto los degollaban, puede llamarse largo; pero toda vida es corta, y algunas cortísimas» (Camino 12,2).

Este martirio de amor, propio de todo cristiano, pero especialmente de todo religioso, fue vivido y expresado con gran profundidad por Santa Juana Francisca de Chantal (+1641). En una ocasión, dijo a sus hijas religiosas de la Visitación:

«Muchos de nuestros santos Padres y columnas de la Iglesia no sufrieron el martirio. ¿Por qué creéis que ocurrió esto?... Yo creo que esto es debido a que hay otro martirio, el del amor, con el cual Dios, manteniendo la vida de sus siervos y siervas, para que sigan trabajando por su gloria, los hace, al mismo tiempo, mártires y confesores... Sed totalmente fieles a Dios y lo experimentaréis. Conocí a un alma [se refiere a ella misma] a quien el amor separó de todo lo que le agradaba, como si un tajo, dado por la espada del tirano, hubiera separado su espíritu de su cuerpo...

«Se le preguntó con insistencia [a la Madre Chantal] si este martirio de amor podría igualar al del cuerpo. Respondió la madre Juana:

«No nos preocupemos por la igualdad. De todos modos, creo que no tiene menor mérito, pues “el amor es fuerte como la muerte”, y los mártires de amor sufren dolores mil veces más agudos en vida, para cumplir la voluntad de Dios, que si hubieran de dar mil vidas para testimoniar su fe, su caridad y su fidelidad» (Mémoires sur la vie et les vertus de s. Jeanne-Françoise de Chantal, París 18533, III,3).

En fin, todos los santos, aunque algunos con una intensidad especial, han vivido de uno u otro modo este martirio espiritual mientras permanecían en este mundo. San Pablo de la Cruz (+1775), el fundador de los pasionistas, en su Diario espiritual, declaraba:

«yo sé que, por la misericordia de nuestro buen Dios, no deseo saber otra cosa ni quiero gustar consuelo alguno, sino solo deseo estar crucificado con Jesús» (26-XI-1720). Este gran santo sufría lo indecible especialmente por las ofensas sufridas por Cristo en la Eucaristía: «deseaba morir mártir, yendo allí donde se niega el adorabilísimo misterio del Santísimo Sacramento» (26-XII).

Santa Teresa del Niño Jesús quería más que nada, ante todo y sobre todo, padecer el martirio por Cristo y por la salvación de los hombres:

«Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme... Pero no es así... Siento en mi interior otras vocaciones, siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir... Pero sobre todo y por encima de todo, amado Salvador mío, quisiera derramar por ti hasta la última gota de mi sangre...


«¡El martirio! ¡El sueño de mi juventud! Un sueño que ha ido creciendo conmigo en los claustros del Carmelo... Pero siento que también este sueño mío es una locura, pues no puedo limitarme a desear una sola clase de martirio... Para quedar satisfecha, tendría que sufrirlos todos...

«Como tú, adorado Esposo mío, quisiera ser flagelada y crucificada... Quisiera morir desollada, como San Bartolomé... Quisiera ser sumergida, como San Juan, en aceite hirviendo... Quisiera sufrir todos los suplicios infligidos a los mártires» (Manuscristos autobiográficos B, 2v-3r).

Se trata, sí, de un martirio puramente espiritual, pero de un martirio de amor absolutamente real y verdadero. La persona enamorada del Crucificado se consume en las llamas del amor que le tiene. O mejor, arde sin consumirse. Así lo expresa Santa Teresita en una Poesía (32):

«Tu amor es mi martirio, mi único martirio.

Cuanto más él se enciende en mis entrañas,

tanto más mis entrañas te desean...

¡¡¡Jesús, haz que yo muera

de amor por ti!!!





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