Lapida

Lapida
Lápida en Basílica de Santa Ursula en Colonia, Alemania

domingo, 23 de septiembre de 2012

Panegírico de Santa Úrsula, virgen y mártir. Nicolás Cáceres.

Predicado en la iglesia de Santo Domingo en Bogotá, 1895.
La virginidad realzada por el martirio.
Tu gloria Jerusalén.
Tú, la gloria de Jerusalén.
Judith 15,10

1 Si efectivamente no hay nación tan grande como el pueblo cristiano por razón de los favores con que lo ha distinguido su Dios, el único Dios verdadero, grande y bueno; tampoco hay pueblo en la historia que aventaje al nuestro en grandeza de ánimo y prodigios de heroísmo. Célebre fue por sus héroes, muchos de ellos fabulosos, la Grecia; famosa fue Roma por sus capitanes, la Judea por sus incomparables heroínas, Judit, Débora…; pero ¿qué tiene que ver ninguno de los pueblos antiguos con el cristiano, ni en el número o en la calidad de sus héroes y heroínas? Ahí tenéis una que vale por millares, la esclarecida y nunca bastantemente alabada Santa Úrsula, heroína que ciñe dos coronas, de virgen y de mártir, cuyo solo nombre, tan popular en todos los países de la cristiandad, basta para eclipsar a todas las celebridades femeninas de la antigüedad pagana. Verdaderamente, no hay una sola que pueda comparársela: ¿qué digo? Ni aún en las páginas de esta iglesia, tan brillante por los grandes hechos que registra, apenas podría encontrarse otro más glorioso y digno de admiración, que el triunfo de Santa Úrsula y sus once mil compañeras. Una delicada princesa, nacida en la opulencia de pagana corte, combatiendo al frente de un ejército de tiernas doncellitas, por la doble causa de la fe y la castidad, derramando su sangre generosa antes que ceder a la tiranía, venciendo moralmente a un ejército de bárbaros y asombrando al mundo entero con tan pasmoso heroísmo, decid: ¿puede imaginarse suceso más maravilloso? ¿ha ocurrido otro semejante en el mundo? ¿No es digna la esclarecida virgen de ser aclamada por todas las voces, como en otro tiempo la valerosa libertadora de Betulia: Tú, la gloria de Jerusalén; tú, la alegría de Israel; tú, la honra de nuestro pueblo? ¡Jerusalén celestial, ciudad de Dios! ¡cómo te inunda de gloria la santidad de esta tropa de ángeles humanos que sube a poblar tus palacios eternos! ¡Israel, casa de Dios sobre la tierra, Iglesia de Jesucristo, alégrate una y mil veces, enaltecida ante el cielo y la tierra con el triunfo de tus once mil vírgenes! ¡Pueblo cristiano! !He aquí tus verdaderos timbres de honor, la magnanimidad de tus héroes, la fortaleza incomparable de tus heroínas! Y es porque solo este pueblo, solo la sociedad cristiana, cuenta con auxilios superiores a todas las fuerzas del hombre, con la asistencia contínua de su Dios, que no la desampara un solo instante y la sostiene con su omnipotente brazo en la hora de las grandes luchas. Nequé enim est alia natío tam grandis, etc (Deut 1,c). ¿Cómo podría explicarse de otro modo que por el influjo del poder divino, el enigma del martirio de Santa Úrsula y sus innumerables compañeras?  Así lo siente la iglesia católica (In orat. “Deus qui inter caetera”).

2 Detengámonos cristianos, sobrecogidos de admiración y religiosa ternura para contemplar las maravillas del que es “admirable en sus santos” (Salmo 67, 36), y lo fue extraordinariamente en las que hoy celebramos. Penetrémonos bien del heroísmo de Santa Úrsula, pasando luego a reflexionar sobre sus causas y motivos, para admirar, finalmente, la grandeza de sus premios. Tal es el asunto que propongo a vuestra atención y para cuyo desarrollo imploro con vosotros el socorro de la Reina de las Vírgenes. AVE MARIA.

I
3 Ser mártir, en la acepción rigurosamente histórica de esta palabra. Es llegar a la cumbre del heroísmo. No se necesita menos que ser héroe, llevar el corazón guarnecido de fortaleza sobrehumana para dar la vida y verter la sangre entre las ruedas dentadas, o al filo de espadas desnudas, por sostener la afirmación de un sólo Dios, creador del cielo y de la tierra, y un solo Jesucristo, hijo de Dios. “ ¡Creo y nadie me arrancará la fe del corazón, aunque éste me lo arranquen del pecho!”. ¡Firmeza incomparable!!Nobilísimo heroísmo! No sé cuál otro pueda ser mayor. Pero si concurren circunstancias excepcionales en la confesión de la fe o en la defensa de la virtud, como la natural debilidad del sexo, la ternura de la edad, la atrocidad de los tormentos, la ferocidad de los verdugos y el número de las víctimas; ¿no es verdad que en tal caso el heroísmo sube de punto, no hay bastante ardor para admirarlo, ni lengua para sublimarlo? Pues decid si no es este, puntualmente el caso que presenta a los ojos de la humanidad  el triunfo de Úrsula, puesta al frente de sus gloriosas compañeras de combate, y cayendo sobre los mutilados cuerpos de sus amigas, dice la iglesia, como un rubí sobre un montón de margaritas. ¡Qué espectáculo el que contempló el cielo en aquella memorable jornada! Derrotado, a mitad del siglo V, el bárbaro Atila y sus innumerables hordas en los campos cataláunicos por Accio, el último romano, ayudado de godos y francos, regresaba a ocultar su despecho en la Panonia, cuando, para tomar alguna venganza de las naciones cristianas, cae, como bandada de buitres, sobre la nobilísima ciudad de Colonia en Germánica, la cual florecía ya desde aquel tiempo, como hoy, por la posesión de la región católica. Fue por odio a esta religión principalmente por lo que el feroz rey de los hunos, que se apellidaba a sí mismo “Azote de Dios”, entró a sangre y fuego en la ciudad cristiana, donde, emigradas de la Gran Bretaña, moraban multitudes de vírgenes, probablemente consagradas a Dios, al frente de las cuales se hallaba una noble princesa, que las exhortaba a defender a todo trance su virtud y fe jurada al celestial esposo. Era Úrsula, que, cual valerosa capitana de aquel ejército de vírgenes, recorría afanosa las filas, encendiendo en todos los ánimos el ardor del martirio, y con su palabra y ejemplo sostenía el valor de aquellas inocentes corderillas acometidas por furiosas manadas de lobos: sicut oves in medio luporum (Mt 10,16) ¡Cosa increíble, si la tradición no lo garantizara! Ni una sola entre once millares de víctimas lo fue del miedo y cobardía tan natural en el sexo. Una, por nombre Córdula, que se sustrajo a la matanza el primer día, envidiosa de la suerte de sus compañeras, se presenta al día siguiente a reclamar su corona, y la obtiene. No falta, pues, ninguna a la gloriosa consigna recibida de Santa Úrsula, morir antes que vivir afrentada (mori potius quam foedari). Aquel día se enriquecieron los cielos con millares de nuevas estrellas… Aquel día brilló en el firmamento una nueva Osa, más bella que la que lleva este nombre (Úrsula, diminutivo de ursa, osa.).

4 ¿Quién no admira, cristianos, el ánimo varonil de la heroica Judit, cuando, vestida de todas sus galas, no llevando más resguardo que una de sus criadas, deja los muros de Betulia y se interna en el campamento asirio por entre millares de picas y espadas brilladoras, hasta llegar a la presencia del fiero Holofernes, cuya mirada sangrienta y terrible apenas pueden sostener sus guerreros?. Y Judit, la débil israelita, no tiembla, no cae desmayada, como Ester delante de Asuero. Más, ¿qué diremos del valor de nuestra Úrsula, delante del nuevo Holofernes, el bárbaro Atila y los feroces hunos, cuya brutal fiereza ha dejado honda huella en las historias? ¿No se vio temblar a Roma misma al aproximarse el Azote de Dios, a quien sólo pudo contener a las puertas de la ciudad, la majestuosa figura del Papa San León Magno? Pues ¿cómo pudo resistir a su furor, enardecido con la embriaguez de la sensualidad, una tímida doncella? ¿Hay heroísmo semejante al de Úrsula y sus compañeras, desafiando la ferocidad de cien mil salvajes armados de flechas, lanzas y masas de hierro? Miradlas caer a centenares, cubierto el pecho por una lluvia de saetas, acuchilladas sin piedad por grupos de soldados, despedazadas bajo los cascos de los caballos y las ruedas de los carros que pasan sobre aquella alfombra de miembros virginales. Y no oiréis en medio de tal carnicería levantarse al cielo clamores penetrantes, acentos de dolor o de venganza, sino cánticos de gozo, voces de júbilo, himnos de triunfo, mientras vuelan aquellas almas puras a las mansiones del a felicidad eterna. ¡Qué prodigio de heroísmo! Dextera Domini fecit virtutem (Salmo 117,16): sólo Dios puede hacer cosas tan grandes. Escogió Dios las débiles criaturas para confundir a los héroes (1 Cor 1, 27).

5 Pero al lado del heroísmo deslumbrante del martirio de la fe, está otro heroísmo, tal vez no tan brillante, pero no menos generoso, el de la virginidad. Dos coronas son las que brillan en las sienes de la esclarecida Úrsula, dos palmas ostenta en sus manos, de virgen y de mártir; y, si bien lo observamos, no es menos resplandeciente la una que la otra. Porque la virginidad, sobre todo sellada con voto, tiene el mérito y las excelencias del martirio. Por ella se ofrece a Dios en sacrificio, no sólo el cuerpo sino también el corazón. Y ¡qué sacrificio más noble y generoso! El alma que ha escogido para siempre la virginidad como su herencia, ha dicho a Dios: Dominus pars haereditatis  meae et calicis mei (Salmo 15,5): Tú eres, Señor, mi patrimonio, en ti he puesto mi amor, tú me bastas, y no necesito de otro objeto para saciar el corazón. La virgen no sólo renuncia a todo lo que puede halagar la frágil naturaleza del hombre corrompido, sino todo aquello que puede fascinar el corazón y los sentidos, la pompa del mundo, la delicadeza, la vanidad, el lujo, la vida blanda y regalada y hasta los dulces afectos, que son el vino que más deleita y aún embriaga el corazón. Si la esposa cristiana entrega su corazón al hombre con quien la ha unido el cielo por todo el curso de la vida, la que escogió por esposos a Jesucristo no es dueña de brindar su afecto a ninguna criatura terrenal. Vive, pues, toda para aquel que es todo para ella. Es mártir del amor divino: es hostia viva y agradable a los ojos del Señor. He aquí, pues, dos coronas, a cual más hermosas, la del martirio de sangre y la del martirio del corazón y los sentidos. Y por otra parte, ¿creéis que es menos difícil de alcanzar esta segunda corona de la pureza virginal? ¿Hay menos enemigos qué combatir y qué vencer en este campo? Si no son de aspecto tan terrible como los tiranos, no son menos porfiados ni menos peligrosos. La lucha contra las inclinaciones de la carne es tanto más temible cuanto más disimulada e insidiosa. No es menos difícil ni menos glorioso el triunfo sobre las promesas que sobre las amenazas, sobre el deleite que sobre el dolor, sobre las dulzuras de la vida que sobre los horrores de la muerte. Y, si fuera cierto un hecho que algún panegirista encomia como tal, la suprema victoria de Úrsula fue la que obtuvo, no del temor sino del amor del jefe de los bárbaros, quien prendado de tanta magnanimidad, aún más que de la hermosura de la princesa, se lisonjea de poder obtenerla por esposa, brindándole con un enlace regio, que aunque odioso, habría deslumbrado la vanidad de otra alma menos noble que la de nuestra Santa. “Pero en vano empleas, general idólatra, le dice un orador sagrado (Torrecilla, Panegírico de Santa Úrsula), tan mezquinos artificios: Úrsula no escucha tus propuestas insidiosas, sino para despreciarlas… Pierdes tu tiempo, jefe: acaba el sacrificio e inmola a tu furor sobre esos montones de cadáveres que te rodean, la hostia más noble que queda” Úrsula, en efecto, atravesado el corazón con un dardo que le asesta el mismo Atila, vuela para juntarse con sus compañeras en el seno del celestial Esposo.

II
6 Colocado el espíritu frente a frente de tamaño heroísmo, sin poder escapar a la magia que le subyuga, no puede menos de buscar en alguna parte, sea en el cielo o en la tierra, el secreto resorte de tanta energía y magnanimidad.  ¿Qué sentimiento, qué idea o visión sublimaba a tanta altura el ánimo de Úrsula, que la hacía despreciar, no sólo las humanas grandezas, sino la misma vida con todas sus dulzuras? ¡Oh cristianos! Vosotros sabéis muy bien de cuánto es capaz el amor, el verdadero y puro amor, cuando prende su llama en un corazón generoso, v. gr., el de una esposa o una madre, y a qué sacrificios no al impele, con la misma fuerza con que las aguas de un torrente se empujan unas a otras hasta precipitarse en el abismo. Pues lo que hace el amor natural en un pecho humano, ¿creéis que no pueda ejecutarlo mejor todavía el amor sobrenatural y divino? La gracia, hermanos míos, puede más, infinitamente más que la naturaleza; y las almas que viven por la gracia, se familiarizan con todo lo grande y prodigioso. Nosotros que, oprimidos bajo el peso de las impresiones del mundo o de los sentidos, apenas experimentamos otros sentimientos que los de la naturaleza, difícilmente podemos darnos cuenta de los prodigios que realizan las almas perfectamente poseídas por la gracia, como los apóstoles, los confesores y los mártires. Estas almas afortunadas, a quienes el mundo no comprendió jamás, ni hoy mismo las comprende, no juzgan, no sienten como las almas vulgares; por eso la vida temporal y los placeres y los honores y cuanto hace el encanto del vulgo de la humanidad, no tiene para ellas importancia alguna, en comparación de los bienes invisibles que se resumen en el amor de Jesucristo. Así es que decía San Pablo con una sinceridad indiscutible: Todo lo del mundo lo tengo por basura, y reputo pérdida cuanto me estorba la posesión de Cristo (Fil 3,8). Para un alma de este temple, formada en la escuela de los primeros mártires, como la virgen Santa Úrsula, ¿qué precio podía tener la vida ni la fortuna, ni el amor de ninguna criatura en oposición a su único amor, el del Esposo Celestial? ¿No decía ella lo mismo que el apóstol: Para mí vivir es estar con Jesucristo? (Fil 1,21). Y ¿qué pretende el tirano sino robarle este amor, que es su vida verdadera? Despojándola de la fidelidad y de la pureza del corazón, ¿qué otra cosa intenta Atila que asesinar moralmente a la santa doncella? Pues bien; vaya una vida por otra, ¡piérdase enhorabuena la vida del cuerpo, piérdase todo, como no se pierda la vida del alma, el amor a mi Jesús!.

7 Y este amor, hermanos míos, que alcanzaba en Santa Úrsula y sus compañeras las proporciones del éxtasis, arrebatando su espíritu hacia las regiones de lo ideal, de lo divino y eterno, ¿no os parece que podría ejercer en su organismo, harto delicado y sensible por naturaleza, tan poderosa influencia que llegara amortiguar, si no a embotar enteramente, la sensibilidad? ¿No vemos a un joven, San Esteban, sepultado bajo una lluvia de piedras, alzar al cielo los ojos radiantes de alegría y de placer, exclamando: “Veo abiertos los cielos, y al Hijo del Hombre que me llama desde el trono de su gloria? (Hechos 7,55). “Las piedras del torrente, dice la liturgia, fueron para él dulces, como para todos los justos que le siguieron por el camino del martirio” (Lapides torrentis illi dulces fuerunt). Concíbese aún naturalmente, mucho más en el orden sobrenatural, que la vehemencia del afecto del alma pueda debilitar y aún embotar la humana sensibilidad.

8 Aparte del amor de Cristo, bastante para hacer heroínas de tímidas doncellas, ya en el claustro, ya en la arena del Circo romano, hay otro amor que se desprende del primero, y no tiene menos fuerza para transformar en leones los tímidos corderos. Es el amor de la virtud angélica en su más alto grado de pureza, el culto de la virginidad. Tiene esta virtud tan alto precio y ejerce tanto atractivo sobre las almas castas y espirituales, como imperio irresistible el vicio contrario sobre las almas terrenales y de bajos instintos. A éstas les es intolerable el yugo de la continencia más justa y racional, sintiéndose arrastradas hacia el fango por el peso de la carne corrompida: a aquellas, como a las águilas el viento, las eleva al cielo, a la región del éter diáfano, el ímpetu del espíritu, no esclavo, sino señor en los sentidos. Para Úrsula, verdadera princesa, no sólo por la sangre de sus venas sino más por la nobleza de sus sentimientos, el amor a la pureza angélica era una necesidad imprescindible, como lo es para un ángel: empañado el candor de su pecho, Úrsula no podía vivir. ¡Qué dulce necesidad la que impone la virtud a las almas elevadas! Y es, porque la pureza de la virgen cristiana, emula de la Virgen por antonomasia y del mismo fruto virginal de María, es una joya más preciosa que todas las perlas y diamantes, y brilla en la frente de la frágil criatura racional mejor que un joyel de rica pedrería. ¡Ah si supiéramos estimar en lo que vale esta joya, como supo estimarla la prudente virgen cuyas glorias celebramos, diríamos con el sabio: “Nada valen en su comparación  los reinos y los tronos; nada son las riquezas; nada la hermosura física, cotejada con ella”(Sap 7,8) El criterio del mundo, basado en los sentidos, está muy por debajo del criterio cristiano en este punto como en tantos otros; por eso para el mundo son verdaderos enigmas los hechos más corrientes en la historia de los santos, si ya no es que los relegue a la categoría de piadosas necedades. Para el paganismo era una locura el heroísmo de los mártires, como para el mundo lo es hoy el cambio de los goces de la vida por las asperezas del claustro… ¿No os parece cristianos, que encendida Santa Úrsula en el amor de la pureza, prefiriese la guarda de esta joya a la conservación de la vida, y estuviese dispuesta a soportar mil muertes en medio de cruelísimos tormentos, antes que ver ajado por impuras manos el lirio virginal consagrado a Jesucristo? Es evidente que no podía ser de otra manera, y esto explica perfectamente el denuedo sobrehumano de aquel ejército de vírgenes tan fuertes como prudentes, animadas todas por el ejemplo y las exhortaciones de su valerosa capitana a dejarse hacer pedazos por los bárbaros antes que consentir en ser indignas de alternar con los ángeles del cielo.

9 Esta es la gloria a que aspiran; y ¡qué gloria! La de formar un coro aparte, entre aquellos lucidísimos escuadrones de bienaventurados, un coro que compite en hermosura con los coros angélicos. Y, si el amor de la gloria efímera que pueden dar los hombres, es poderoso estímulo de acciones ilustres, y por ella se han visto realizados prodigios de valor, de fidelidad y de constancia, ¡qué esfuerzo no infundiría en el corazón de Úrsula y sus compañeras, la vista de la gloria eterna y el anhelo de aquellas palmas inmortales reservadas a las Esposas del Cordero! ¡Ah! ¿Quién será capaz de describir la alegría de aquel triunfo en las moradas eternas? “Ven, diríanle los ángeles, ven esposa de Cristo, a ceñir la corona de reina que el Señor tiene preparada para tus cándidas sienes” (Veni sponsa Christi etc, Ecle in off. SS. Virg.) Y el mismo Cristo la invitaría con estas dulcísimas palabras: Ven, esposa mía, ven del Líbano, de ese monte cubierto con la blanca nieve de la inocencia, y serás coronada (Cant 4,8). Y ella, regocijándose con sus queridas hermanas, las apostrofaría, como antes de ella la venturosa Inés: “Congratuláos conmigo y dadme la enhorabuena, porque con todas vosotras, sin faltar ninguna, he sido entronizada en los reinos de la luz” (Off. S. Agnet. Virg.), o como San Pablo: “Si he sido inmolado sobre las víctimas de vuestro sacrificio, congratulóme de vuestra felicidad, y os ruego que os congratuléis conmigo” (Fil 2,18) ¡Qué júbilo! ¡Qué triunfo! Suspendamos el discurso para contemplarlo.

III
10 Sin empeñarnos en la imposible tarea de describir su gloria en las alturas del cielo, detengámonos todavía por algunos momentos en la consideración de los premios decretados por la justicia divina a la heroicidad de nuestra virgen. Corona de justicia, decía el apóstol, me está reservada por el justo Juez, y no a mí solo, sino a todos aquellos que combaten como buenos a su glorioso advenimiento (2 Tim 4,8). Si la celebridad es justo galardón del mérito y el aplauso de los buenos, corona de los héroes, ¿qué celebridad y qué aplausos no ha merecido, durante catorce siglos, la gloriosa Santa Úrsula? Más de mil cuatrocientos años han transcurrido desde la fecha de su triunfo, y uno solo no ha callado sus alabanzas, las cuales, lejos de oscurecerse con las sombras que proyectan los siglos, cada día resplandecen con nuevos fulgores. La antigua y populosa ciudad, fundada por los Césares  en las márgenes del caudaloso Rin, en la Galia Germánica, teatro de aquella sangrienta, pero nobilísima victoria, es hoy todavía viviente monumento erigido a la gloria de las once mil vírgenes británicas, vencedoras del despotismo brutal de Atila y sus feroces hordas. Ahí está, como en los siglos pasados, para contar al mundo las proezas de estas heroínas de la religión y de la moral. Los sagrados restos de aquellas mártires ilustres, apenas serenada la tormenta, fueron recogidos con increíble veneración por los buenos colonienses, y honrados en decorosas sepulturas. En el campo enrojecido con la sangre virginal, en donde reposan todavía sus restos venerables, levántase majestuosa basílica, que ya a mitad del siglo VII se llamaba de las Santas Vírgenes. Su suelo no consintió jamás en dar sepultura a otros cuerpos: si tal se intentaba, la tradición refiere que eran arrojados afuera por la misma tierra. El monasterio edificado allí en el siglo IX, recibe en el siguiente a las pobres religiosas que el temor de los húngaros hace emigrar de su patria, y es enriquecido cada vez más y más honrado por los obispos y príncipes de la ínclita Colonia. Hoy día, las paredes de su hermosa iglesia, muchas veces reparada, vence decoradas con los sepulcros que guardan las cabezas de las Santas, cuya mayor parte están depositadas en el magnífico coro, una de las mejores obras arquitectónicas de la ciudad de Agripina. El nombre de esta hija ilustre de Colonia no queda sino, en los viejos anales de la historia, mientras que el de Úrsula, extranjera, pero mucho más ilustre por el heroísmo de su virtud, es aclamado y venerado junto con sus cenizas por millares y millares de devotos peregrinos. ¡Cuántos varones insignes en su santidad o posición social no han ido a postrarse delante de aquellos queridos y venerados restos! ¡Qué sentimientos de devoción no inspiraron, entre otros, al Bienaventurado Pedro Fabro de la Compañía de Jesús, lumbrera de Alemania! El sabio y piadoso pontífice León XIII, ha querido concurrir al esplendor del culto a Santa Úrsula, reformando y retocando las lecciones de su fiesta.

11 ¿Será preciso, cristianos, añadir algún rasgo más al cuadro de la gloria accidental de nuestra insigne heroína? Pues digamos, para concluir, que no en vano depositan en ella su confianza los que la honran y promueven su culto entre los fieles. Criatura de Dios tan querida, ¿no obtendrá de la misericordia infinita cuantas gracias desee y pida a favor de sus devotos? Acreditado está el poder de su valimiento en el mundo católico, por las mercedes alcanzadas, que son innumerables. Ella vuela al socorro de los que la invocan, especialmente en el trance supremo de la muerte, en el cual favorece a los que en vida se le encomiendan.

Reverenciemos como se lo merecen a estas vírgenes santísimas, y aprendamos con su ilustre ejemplo, a pelear el buen combate contra los jurados enemigos de Dios y de nuestra salvación, el mundo hipócrita, el demonio artero y la carne corruptora. ¿Quién no sentirá la eficacia del ejemplo de Santa Úrsula? ¡Plegue a Dios, amados fieles, darnos valor y heroísmo en los combates de la vida para llegar a participar algún día de los premios eternos de la gloria! Así sea.




Teología moral y martirio; encíclica Veritatis splendor

 
Un buen criterio para discernir la teología moral verdadera de la falsa está en considerar si su autor enseña que, llegado el caso, la aceptación del martirio es un grave deber.

Este artículo es la continuación de Teología del Martirio, Capítulo 6 del libro "Martirio de Cristo y de los Cristianos"escrita por  José María Iraburu. 

El papa Juan Pablo II escribe la encíclica Veritatis splendor (6-VIII-1993) frente a una moral cristiana «nueva», suave, acomodaticia, llevadera con las solas fuerzas de la naturaleza –asequible, pues, a todos, también a los que no oran ni reciben los sacramentos–, es decir, frente a una moral moderna que excluye el martirio, que se avergüenza de la cruz de Jesús, y que se cree con el derecho, e incluso con el deber, de eliminar la cruz que a veces abruma al hombre. En esa encíclica hallamos sobre el martirio palabras admirables, que extracto aquí, subrayándolas a veces.

90. «La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tutela-das por las normas morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gén 9,5-6).

«El no poder aceptar las teorías éticas “teleológicas”, “consecuencialistas” y “proporcionalistas” que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, halla una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.

91. «Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los dos jueces injustos, que la amenazaban con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión impura, responde así: “¡Qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor” (Dan 13,22-23).

«Susana, prefiriendo morir inocente en manos de los jueces, atestigua no sólo su fe y confianza en Dios sino también su obediencia a la verdad y al orden moral absoluto: con su disponibilidad al martirio, proclama que no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana elige para sí la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso, de la verdad y del Dios de Israel, sobre el bien; de este modo, manifiesta en sus actos la santidad de Dios.

«En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley del Señor y aliarse con el mal, “murió mártir de la verdad y la justicia” (Misal romano, colecta) y así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6,17-29). Por esto, “fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquel que vino a testimoniar la luz y que de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquel a quien se le había concedido bautizar al Redentor del mundo” (San Beda, Hom. Evang. libri II,23).

«En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo –comenzando por el diácono Esteban (cf. Hch 6,8–7,60) y el apóstol Santiago (cf. Hch 12,1-2)–, que murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y Pilato, “rindió tan solemne testimonio” (1Tm 6,13), confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador (cf. Ap 13,7-10). Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así ejemplo también del rechazo de un comportamiento concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la muerte (cf. Heb 5,7).

«La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida.

92. «En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8,36).

«El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún, manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la “humanidad” del hombre, antes aún en quien lo realiza que en quien lo padece (Vat.II, GS 27). El martirio es, pues, también exaltación de la perfecta humanidad y de la verdadera vida de la persona, como atestigua San Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma, lugar de su martirio: «por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios» (Romanos VI,2-3).


93. «Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero “usque ad sanguinem” para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades.

«Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche viviente para cuantos trasgreden la ley (cf. Sb 2,2), y hacen resonar con permanente actualidad las palabras del profeta: «¡ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!» (Is 5,20).

«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que –como enseña San Gregorio Magno– le capacita a “amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno” (Moralia in Job VII, 21,24).

94. «En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Para todos vale la expresión del poeta latino Juvenal: “considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir” (Satiræ VIII,83-84). La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida. En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor moral, la Iglesia da el mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en la creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: “Sabemos –dice San Justino– que también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos en la formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo que está en toda raza humana” (II Apología II,8)».

La grandeza sobrehumana que la fe cristiana infunde en la vida moral tiene su clave permanente en la Cruz de Cristo, que da acceso a la vida gloriosa del Resucitado. La participación en la Cruz de Jesús, es decir, el martirio, asegura a la moral cristiana una fidelidad amorosa a la ley divina que no vacila ni ante peligros, perjuicios, marginaciones sociales, sufrimientos, ni siquiera vacila ante la muerte.

En mi libro El matrimonio en Cristo (Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1996), al rechazar ciertas enseñanzas morales de Häring, Marciano Vidal, Hortelano, Forcano, López Azpitarte, etc., termino mi argumentación con un subcapítulo titulado La nueva moral no puede dar mártires (108-121). En efecto, «el situacionismo es causa de inmensos males, pero todavía es peor por los bienes grandiosos que nos quita. Hagamos, si no, memoria de los mártires. ¿Cuántos mártires cristianos hubieran podido salvar su vida –en este mundo, claro– si hubieran recurrido al “conflicto de valores” o a alguna otra de las “salidas” que la nueva moral ofrece?» (121).


Teología espiritual y martirio

 
Nuestra consideración teológica del martirio ha de verse completada con un estudio breve del martirio espiritual, que puede darse en modalidades muy diversas. La Virgen María, Regina martyrum, como antes hemos recordado, sufrió sin duda un verdadero martirio al pie de la cruz, compadeciendo la pasión de su Hijo. Pero también, ya desde muy antiguo, se ha considerado, por ejemplo, la virginidad como una forma de martirio, y sobre todo la vida monástica. La renuncia permanente al matrimonio, a los hijos, al hogar familiar, o bien el enclaustramiento perpetuo en un monasterio o en una ermita, son sin duda un testimonio (martirio) altamente fidedigno en favor de Cristo. Virginidad y vida monástica proclaman con voz fuerte, clara y persuasiva: solo Dios basta.

Los cristianos irlandeses, en la Edad Media, consideraban tres tipos de martirio: rojo, con efusión de sangre, blanco, por la virginidad y la vida ascética, y verde, por la penitencia y por el exilio voluntario, decidido con el fin de llevar la fe a otro país (A. Solignac, martyre, en Dictionnaire de Spiritualité, Beauchesne, París 1978,10,735).

Y San Bernardo habla también de tres géneros de martirio: se da «en Esteban la obra y la voluntad del martirio; tenemos la sola voluntad en el bienaventurado Juan [apóstol]; y sola la obra en los Santos Inocentes (Sermón SS. Inocentes). Es una idea sobre la que vuelve con frecuencia (cf. Sermón en octava de Pascua; de S. Clemente, de las tres aguas; Sermones sobre los Cantares 28,10; 47, tres especies de flores; 61,7-8).

Éstos y muchos otros antecedentes nos hablan de ese martirio de amor, siempre conocido en la tradición de la Iglesia: no implica necesariamente la efusión de la sangre; pero es real, es espiritual, tiene la máxima realidad de las entidades espirituales.

San Pablo ofrece en esto un ejemplo perfecto. Su vida en el mundo presente es un continuo martirio. Él sabe que mientras vive en el cuerpo, está ausente del Señor, y por eso quisiera más partir del cuerpo y estar presente al Señor (2Cor 5,8); y confiesa: «deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). Para él, con tal de gozar de Cristo, todo lo tiene por estiércol (3,8). San Pablo, viendo el pecado del mundo y añorando día a día la presencia visible del Señor, sufre, sin duda, un martirio de amor: «yo me muero cada día» (1Cor 15,31).

Muchos santos han vivido en forma peculiar el martirio espiritual por la frecuente contemplación de la pasión de Cristo, hasta verse en ocasiones, como San Francisco de Asís o el santo Padre Pío, estigmatizados con las cinco marcas del Crucificado. A no pocos santos les ha sido dado sufrir un verdadero martirio espiritual, y han padecido con estremecedora realidad los mismos dolores de la Pasión de Cristo.

En su comentario sobre los Cantares, San Bernardo describe bien este martirio del alma enamorada del Crucificado:

«De ahí que el Esposo le diga: “mi paloma ha puesto su nido en los agujeros de la piedra”, porque ella pone toda su devoción en ocuparse sin cesar en la memoria de las llagas de Cristo, y en detenerse y permanecer allí meditando de continuo. Esto la hace sufrir el martirio» (61,7).

Santa Teresa de Jesús, siendo niña, se concertó con un hermanito suyo para ir a tierra de moros, «pidiendo por amor de Dios para que allá nos descabezasen»: ardía en ansias de martirio; «el tener padres nos parecía el mayor embarazo» (Vida 1,5). No se logró su infantil proyecto, pero sí fue mártir en su vida religiosa.

En efecto, escribe: «quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida... Si es verdadero religioso y verdadero orador [orante] y pretende gozar regalos de Dios, no ha de volver las espaldas a desear morir por él y pasar martirio. Pues ¿no sabéis, hermanas, que la vida del buen religioso y que quiere ser de los allegados amigos de Dios, es un largo martirio? Largo, porque comparado a los que de pronto los degollaban, puede llamarse largo; pero toda vida es corta, y algunas cortísimas» (Camino 12,2).

Este martirio de amor, propio de todo cristiano, pero especialmente de todo religioso, fue vivido y expresado con gran profundidad por Santa Juana Francisca de Chantal (+1641). En una ocasión, dijo a sus hijas religiosas de la Visitación:

«Muchos de nuestros santos Padres y columnas de la Iglesia no sufrieron el martirio. ¿Por qué creéis que ocurrió esto?... Yo creo que esto es debido a que hay otro martirio, el del amor, con el cual Dios, manteniendo la vida de sus siervos y siervas, para que sigan trabajando por su gloria, los hace, al mismo tiempo, mártires y confesores... Sed totalmente fieles a Dios y lo experimentaréis. Conocí a un alma [se refiere a ella misma] a quien el amor separó de todo lo que le agradaba, como si un tajo, dado por la espada del tirano, hubiera separado su espíritu de su cuerpo...

«Se le preguntó con insistencia [a la Madre Chantal] si este martirio de amor podría igualar al del cuerpo. Respondió la madre Juana:

«No nos preocupemos por la igualdad. De todos modos, creo que no tiene menor mérito, pues “el amor es fuerte como la muerte”, y los mártires de amor sufren dolores mil veces más agudos en vida, para cumplir la voluntad de Dios, que si hubieran de dar mil vidas para testimoniar su fe, su caridad y su fidelidad» (Mémoires sur la vie et les vertus de s. Jeanne-Françoise de Chantal, París 18533, III,3).

En fin, todos los santos, aunque algunos con una intensidad especial, han vivido de uno u otro modo este martirio espiritual mientras permanecían en este mundo. San Pablo de la Cruz (+1775), el fundador de los pasionistas, en su Diario espiritual, declaraba:

«yo sé que, por la misericordia de nuestro buen Dios, no deseo saber otra cosa ni quiero gustar consuelo alguno, sino solo deseo estar crucificado con Jesús» (26-XI-1720). Este gran santo sufría lo indecible especialmente por las ofensas sufridas por Cristo en la Eucaristía: «deseaba morir mártir, yendo allí donde se niega el adorabilísimo misterio del Santísimo Sacramento» (26-XII).

Santa Teresa del Niño Jesús quería más que nada, ante todo y sobre todo, padecer el martirio por Cristo y por la salvación de los hombres:

«Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme... Pero no es así... Siento en mi interior otras vocaciones, siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir... Pero sobre todo y por encima de todo, amado Salvador mío, quisiera derramar por ti hasta la última gota de mi sangre...


«¡El martirio! ¡El sueño de mi juventud! Un sueño que ha ido creciendo conmigo en los claustros del Carmelo... Pero siento que también este sueño mío es una locura, pues no puedo limitarme a desear una sola clase de martirio... Para quedar satisfecha, tendría que sufrirlos todos...

«Como tú, adorado Esposo mío, quisiera ser flagelada y crucificada... Quisiera morir desollada, como San Bartolomé... Quisiera ser sumergida, como San Juan, en aceite hirviendo... Quisiera sufrir todos los suplicios infligidos a los mártires» (Manuscristos autobiográficos B, 2v-3r).

Se trata, sí, de un martirio puramente espiritual, pero de un martirio de amor absolutamente real y verdadero. La persona enamorada del Crucificado se consume en las llamas del amor que le tiene. O mejor, arde sin consumirse. Así lo expresa Santa Teresita en una Poesía (32):

«Tu amor es mi martirio, mi único martirio.

Cuanto más él se enciende en mis entrañas,

tanto más mis entrañas te desean...

¡¡¡Jesús, haz que yo muera

de amor por ti!!!





sábado, 22 de septiembre de 2012

Teología del martirio (Según Santo Tomás)

A través de los siglos la Iglesia ha vivido una espiritualidad martirial, y por tanto pascual, participando de la Pasión y Resurrección de Cristo. Y siempre que los cristianos han sido infieles, han huído del martirio, avergonzándose de la Cruz del Salvador. Hoy se hace especialmente urgente recuperar la teología y la espiritualidad del martirio. El siglo XX ha sido un siglo de innumerables mártires y de innumerables apóstatas. No podemos olvidar la palabra siempre viva de Jesús: "El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará".
 
Teología del martirio
 
Capítulo 6 del libro "Martirio de Cristo y de los Cristianos" de José María Iraburu.

Siendo el concepto teológico de martirio una elaboración de la tradición de la Iglesia, nos interesa especialmente la doctrina de Santo Tomás de Aquino, pues en este tema, como en otros, el Doctor Angélico no hace sino sistematizar teológicamente la doctrina de la Biblia y de la Tradición. Por otra parte, la enseñanza tomista sobre el martirio, tal como se expone en la Summa Theologica II-II, cuestión 124, en cinco artículos, ha marcado mucho la enseñanza de los teólogos.
 
 
Página de la Suma Teológica (Edición de 1482)
 
Art. 1: El martirio es un acto de virtud
Propio de la virtud es hacer que la persona permanezca en la verdad y en el bien. Y «es esencial al martirio mantenerse por él firme en la verdad y en la justicia contra los ataques de los perseguidores. Es, pues, evidente que el martirio es un acto virtuoso».
 
Los santos Niños Inocentes, honrados desde antiguo por la Iglesia como mártires, constituyen una excepción, pues no pueden obrar virtuosamente, ya que carecen del uso de razón y de voluntad. Convendrá, pues, pensar en esto que «así como en los niños bautizados los méritos de Cristo obran en ellos por la gracia bautismal para obtener la gloria, así a los niños muertos por Cristo dichos méritos les dan la palma del martirio».
 
Podría objetarse: si es un acto virtuoso, ¿por qué la Iglesia ha prohibido desde antiguo buscar el martirio voluntariamente? Santo Tomás responde que ciertos mandamientos de la Ley divina nos exigen solamente una «disposición del alma» para cumplirlos «en el momento oportuno». Es, pues, virtuoso y necesario estar pronto a sufrir por Cristo persecuciones, si éstas llegan. Pero no es lícito buscar estas persecuciones o provocarlas; por una parte, sería en el mártir una temeridad, y por otra, sería incitar a los perseguidores para que realicen un crimen.
 
Art. 2: El martirio es un acto de la virtud de la fortaleza
Muchas virtudes son ejercitadas por el mártir: la paciencia, la caridad, la fortaleza, etc. Ha de considerarse, sin embargo, que el martirio es un acto elícito de la virtud de la fortaleza, que obra bajo el imperio de la caridad; y que también la paciencia de los mártires es alabada por la tradición cristiana.
 
Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, estima que «la fortaleza se ocupa de vencer el temor más que de moderar la audacia», y que lo primero es más difícil y principal que lo segundo. Por eso enseña que «resistir, esto es, permanecer firme ante el peligro, es un acto más principal [de la fortaleza] que atacar» (II-II, 123,6).
 
En efecto, «por tres razones resistir es más difícil que atacar». El que resiste permanece firme ante quien se supone en principio que es más fuerte. Por otra parte, el peligro está presente en la resistencia, pero es futuro en el ataque. Y en tercer lugar, el ataque puede ser breve o instantáneo, mientras que la resistencia puede exigir una larga tensión de la fortaleza.
 
Pues bien, el mártir ejercita la virtud de la fortaleza resistiendo un mal extremo, la muerte corporal, y «no abandona la fe y la justicia ante los peligros de muerte». Por eso la fortaleza es la virtud, es decir, «el hábito productor» del martirio (124,2).
 
Pero también es cierto que es la caridad, es la fuerza del amor, la que mantiene fiel al mártir. «De ahí que el martirio sea acto de la caridad como virtud imperante, y de la fortaleza como principio del que emana. Pero el mérito del martirio le viene de la caridad» (ib.), pues «si repartiere toda mi hacienda y si entregara mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha» (1Cor 13,3).
 
Art. 3: El martirio es el acto más perfecto
Si el martirio se considerara solo como un acto de la fortaleza, habría otros posibles actos cristianos más perfectos y meritorios. Pero si se considera como el acto supremo de la caridad es, sin duda, el más perfecto y meritorio acto cristiano. Y el martirio se sufre precisamente por amor «a Cristo», a su Reino, a la Comunión de los Santos. Él mismo Jesús dice a sus discípulos: todas esas persecuciones las sufriréis «por mí» (Mt 5,11), «por causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22), «por causa de mi nombre» (Jn 15,21).
 
Así pues, «el martirio es, entre todos los actos virtuosos, el que más demuestra la perfección de la caridad, ya que tanto mayor amor se demuestra hacia alguien cuanto más amado es lo que se desprecia por él y más odioso aquello que por él se elige. Y es evidente que el hombre ama su propia vida sobre todos los bienes de la vida presente y que, por el contrario, experimenta el odio mayor hacia la muerte, sobre todo si es inferida con dolores y tormentos corporales. Según esto, parece evidente que el martirio es, entre los demás actos humanos, el más perfecto en su género, pues es signo de la mayor caridad, ya que “nadie tiene un amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos” [Jn 15,13]» (STh II-II, 124,3).
 
Otras virtudes, unidas a la caridad, alcanzan también en el martirio su absoluta perfección: así, la abnegación, por la que el mártir «se niega a sí mismo», «perdiendo su vida» (Lc 9,23-24); la fe, por la que da «testimonio de la verdad» hasta morir por ella (Jn 18,37), y la obediencia a Dios y a sus mandatos, por la que el mártir se hace «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8).

Art. 4: El martirio es morir por Cristo
Es la propia vida la que el mártir entrega con suprema fortaleza a causa de un supremo amor a Jesucristo. Por eso la tradición de la Iglesia reserva el nombre de mártir a quien «por Cristo» ha sufrido la muerte, en tanto que llama confesor a quien por Él ha sufrido azotes, exilio, prisión, expolios, cárcel, torturas.
 
Nótese, sin embargo, que en la Iglesia primera todavía se da a veces el nombre de mártires a cristianos que han confesado la fe con grandes sufrimientos, pero sin morir por ello (p. ej., Tertuliano, +220, Ad martyres; S. Cipriano, +258, Cta. 10, ad martyres et confessores Jesus-Christi; Ctas. 12, 15, 30). 
 
La muerte es, pues, esencial al martirio. En efecto, solo el mártir es testigo perfecto de la fe cristiana, pues sufre por ella la pérdida de su propia vida. Por eso a aquél que permanece en la vida corporal, por mucho que haya sufrido a causa de su fe en Cristo, no le ha sido dado demostrar del más perfecto modo posible su adhesión a Cristo, así como su menos-precio hacia todos los bienes de la tierra, incluida la propia vida. Por eso, dice Santo Tomás, «para que se dé la noción perfecta de martirio es necesario sufrir la muerte por Cristo».
 
La Virgen María es también aquí una excepción. Ella, al pie de la Cruz, sufre todo cuanto puede sufrir una persona humana. Y aunque no quiso Dios que fuera muerta violentamente, sino elevada en su día gloriosamente a los cielos en cuerpo y alma, es considerada por la piedad cristiana como la Reina de los Mártires. Así San Jerónimo: «yo diré sin temor a equivocarme que la Madre de Dios fue juntamente virgen y mártir, aunque ella no terminó su vida en una muerte violenta» (Epist. 9 ad Paul. et Eustoch.). Y San Bernardo: «el martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón [una espada te traspasará el alma; Lc 2,35] y por la misma historia de la pasión del Señor... Éste murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón?» (Serm. infraoct. Asunción 14).

Art. 5: No solo la fe es la causa propia del martirio
«Mártires –dice Santo Tomás– significa testigos, pues con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella; y no de cualquier verdad, sino de “la verdad que es según la piedad” [Tit 1,1], la que nos ha sido dada a conocer por Cristo. Y así se les llama “mártires de Cristo”, porque son Sus testigos. Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es la causa de todo martirio. «Ahora bien, a la verdad de la fe pertenece no solo la creencia del corazón, sino también su manifestación externa, que se hace tanto con palabras como con hechos, por los que uno muestra su creencia, según aquello de Santiago: “yo por mis obras te mostraré mi fe» [2,18]. Y San Pablo dice de algunos que “alardean de conocer a Dios, pero con sus obras lo niegan” [Tit 1,16].
«Según esto, todas las obras virtuosas, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de la fe. Y bajo este aspecto pueden ser causa de martirio. Y así, por ejemplo, la Iglesia celebra el martirio de San Juan Bautista, que no sufrió la muerte por defender la fe, sino por haber reprendido un adulterio» (II-II, 124,5).
 
Recordemos, sigue diciendo Santo Tomás, que «“los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias” [Gál 5,24]. Por consiguiente, sufre pasión un cristiano no solo si padece por la confesión verbal de la fe, sino si, por Cristo, padece por hacer un bien y evitar un mal, porque todo ello cae dentro de la confesión de la fe» (5 ad1m). Más aún, «como todo bien humano puede hacerse divino al referirse a Dios, cualquier bien humano puede ser causa de martirio en cuanto es referido a Dios» (5 ad3m).

Perseguidos por odio a Cristo y muertos por amor a Cristo

«Por mí», «por causa de mi nombre», dice Cristo en los evangelios. En efecto, el mártir muere por Cristo (Santo Tomás, IV Sent. dist. 49,5,3). Actualmente, incluso en ambientes cristianos, se concede el título de mártir con una gran amplitud, pero no es ésa la norma de la Iglesia antigua y la de hoy. Y en el mundo se tergiversa el término hasta degradar su sentido original. Así se habla de los «mártires» de la Revolución soviética o maoista o castrista o sandinista o feminista, etc.
Sin embargo, que el perseguidor obre por odio a Cristo, o como suele decirse, ex odio fidei, y que el mártir muera por amor a Cristo, es causa necesaria para que se dé el martirio cristiano en el sentido estricto. Ha de darse «odio a la fe» o bien odio a cualquier obra buena en tanto que viene exigida por la fe en Cristo. No pueden ser, pues, considerados mártires sino aquellos que, habiendo sido perseguidos y muertos por odio a Cristo o a lo cristiano, han sufrido la muerte por amor a Cristo. Es el criterio que hoy también está vigente en la Iglesia para discernir en las causas para la canonización de los mártires. Y a veces, como se comprende, es muy difícil aplicar con seguridad este criterio a cada caso concreto.
 
No es, pues, mártir, en el pleno sentido cristiano del término, aquel que muere por defender una verdad natural, o por servir hasta el extremo una causa buena, un valor, si ese heroísmo no va referido a Cristo. Ni tampoco aquel que muere por su adhesión a una fe herética.
 
San Cipriano enseña que «los discordes, los disidentes, los que no están en paz con sus hermanos [en la Iglesia] no se librarán del pecado de su discordia, aunque sufran la muerte por el nombre de Cristo, como atestigua el Apóstol» (Trat. sobre Padrenuestro 24). Si uno se separa de la Iglesia, «no teniendo caridad, nada le aprovecha», ni dar su hacienda a los pobres, ni entregar su cuerpo a las llamas (1Cor 13,3).
 
Y tampoco es mártir el que se suicida por guardar una virtud cristiana, ya que el suicidio es siempre ilícito. Esto último tiene excepciones, como cuando la Iglesia da culto a vírgenes mártires, que por defender su castidad se dieron la muerte. En algunos casos, en efecto, advierte San Agustín, citado por Santo Tomás, «la autoridad divina de la Iglesia, basándose en testimonio fidedignos, ha aprobado el culto de estas santas mártires» (II-II, 124,1 ad2m).

Observaciones complementarias sobre el martirio

La exacta fisonomía espiritual del martirio ofrece en algunos casos perfiles discutibles, sobre los cuales han tratado con frecuencia teólogos y canonistas. Entre éstos destaca Benedicto XIV, en su tratado De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione (Bolonia 1737; lib. III, c. XI-XXII). Sin entrar en prolijos análisis y argumentos, recordaré aquí brevemente algunas de las cuestiones más importantes.
 
¿Es lícito desear el martirio, pedirlo a Dios? Sí, ciertamente, pues es el martirio el acto más perfecto de la caridad, el que más directamente hace participar de la Pasión de Cristo y de su obra redentora, y el que produce efectos más preciosos tanto en la santificación del mártir como en la comunión de los santos.
 
Es, por tanto, el martirio altamente deseable, pues por él se configura el cristiano plenamente a Cristo Crucificado: «para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,21).
 
Santo Tomás afirma la bondad del deseo del martirio. Hace suya la doctrina de San Gregorio Magno, que comenta la frase de San Pablo, «el que desea el episcopado, desea algo bueno» (1Tim 3,1), recordando que cuando el Apóstol hacía esa afirmación, eran los obispos los primeros que iban al martirio (STh II-II, 185,1 ad1m). Y de hecho, muchos santos, como Santo Domingo y San Francisco de Asís, Santa Teresa y San Francisco Javier, desearon el martirio intensamente, y en ocasiones dieron forma de oración a sus persistentes deseos.
 
En cierto sentido, así como se habla de un bautismo de deseo y se reconoce su eficacia santificante, también podría hablarse de un martirio de deseo, con efectos análogos, aunque no iguales, a los del martirio real.
 
¿Es lícito procurar y buscar el martirio? Como regla general hay que decir que no (STh II-II, 124,1 ad3m). Ésa ha sido la norma de la Iglesia desde antiguo. Fácilmente habría en ese intento presunción poco humilde en el aspirante a mártir y una cierta complicidad con el crimen del perseguidor.
 
Algunos autores, apoyándose, por ejemplo, en el concilio de Elvira (303-306), no consideran mártires a quienes son muertos por haber destruido o profanado los templos e ídolos de los paganos.
 
Benedicto XIV (c. XVII), sin embargo, distingue entre las provocaciones producidas en el mismo martirio –como las que recordamos en los Macabeos o en San Esteban– y aquéllas que han podido preceder y dar ocasión al mismo.
 
También hay excepciones en esto. La Iglesia ha reconocido como santos mártires a no pocos fieles que, movidos por el Espíritu Santo, han buscado el martirio, han destruido ídolos, han acudido espontáneamente «ante los tribunales» para declararse cristianos, sabiendo que tales acciones, u otras semejantes, les traerían la muerte. No pocos mártires antiguos del santoral cristiano obran así. E incluso la disciplina de la Iglesia antigua permite la búsqueda del martirio a aquellos cristianos lapsi, que de este modo quieren expiar y retractar públicamente su anterior infidelidad ante el martirio.
 
¿Es lícito huir la persecución? Sí, ciertamente. Cristo lo aconseja en determinadas ocasiones (Mt 10,23), y Él mismo, cuando lo estima conveniente, rehuye la muerte, como cuando tratan de despeñarlo en Nazaret (Lc 4,28-30). San Pedro huye de la cárcel, auxiliado por un ángel (Hch 12). Y también San Pablo escapa a la persecución del rey Aretas (2Cor 11,33).
 
Sin embargo, los obispos y pastores, que han recibido encargo de velar por el pueblo de Dios, no deben abandonarlo en la persecución (STh I-II, 85,5). Norma que, sin duda, tiene también lícitas excepciones prudenciales.
 
San Cipriano, por ejemplo, siendo obispo de Cartago, cuando más arreciaba la persecución de Valeriano, permanece huido bastante tiempo porque entiende que, en circunstancias tan difíciles, no conviene que el rebaño quede sin la guía y asistencia de su pastor. Y finalmente se entregó al martirio.
 
En nuestros días hemos visto, en situaciones de grave persecución, cómo unos misioneros permanecían con su pueblo, sin abandonarlos en el peligro, en tanto que otros huían, para poder seguir sirviéndolos una vez pasada la persecución. Y no puede decirse sin más que una actitud es en sí mejor que la otra, sino que es una elección que debe hacerse buscando la voluntad de Dios y el bien del pueblo cristiano, a la luz de la prudencia y el don de consejo, o si es el caso, sometiendo la elección al mandato de los superiores.
 
¿Son necesarias ciertas condiciones espirituales para que, por parte del cristiano, pueda darse propiamente el martirio? ¿O más bien es indiferente la actitud espiritual del cristiano, con tal de que acepte morir por Cristo? La respuesta verdadera es que son necesarias, ciertamente, en el adulto algunas actitudes espirituales. Y por eso no puede ser considerado mártir aquel que, aunque no rechace la muerte, pudiendo hacerlo, la acepta con odio a sus perseguidores, o permaneciendo apegado a ciertos pecados, sin propósito de romper con ellos, si sobrevive.
 
El adulto es mártir si muere por Cristo teniendo contrición por los pecados pasados, o al menos atrición por ellos. Si el bautismo no borra los pecados del adulto cuando éste no tiene, al menos, atrición, tampoco el martirio. 
 
Por otra parte, Cristo manda –no es un simple consejo; es un mandato– «amar» a los enemigos y «orar» por ellos (Mt 5,43-46). En efecto, si el martirio es un acto supremo de la caridad, ha de ser una afirmación de amor no solo a Cristo y a la comunión de los santos, sino también hacia los perseguidores. El mártir manifiesta este amor perdonando a sus enemigos y orando por ellos. Así es como en el martirio se configura plenamente a Cristo, a Esteban y a todos los santos mártires. Como dice Santo Tomás, «la efusión de la sangre no tiene razón de bautismo [es decir, de martirio, de bautismo de sangre] si se produce sin la caridad» (STh III,66,12 ad2m).
 
El martirio, además, superando los miedos y angustias propios de la debilidad natural, ha de ser sufrido con paciencia y en confiada obediencia a la Voluntad divina providente. Más aún, Cristo anima y concede morir por él con alegría: «alegráos y regocijáos» (Mt 5,12; +Lc 6,22); y de hecho, por Su gracia, así han muerto los mártires cristianos: gozosos de poder consumar la ofrenda permanente de sus vidas, gozosos de poder llevar su amor a Dios y a los hombres a su más alta cumbre, gozosos de recibir de la Providencia la ocasión oportuna para dar ante el mundo el máximo testimonio de la verdad, el más persuasivo.

Efectos del martirio

El martirio es un bautismo de sangre que opera en el hombre los mismos efectos que el bautismo sacramental: borra el pecado original y los pecados actuales, tanto en la culpa cuanto en la pena; es decir, santifica plenamente al hombre, sea virtuoso o pecador, esté o no bautizado, sea niño o adulto. Así lo ha creído la Iglesia desde el principio.
 
San Cipriano escribe a Fortunato: «nosotros, que con el permiso del Señor hemos administrado a los creyentes el primer bautismo, debemos preparar asímismo a todos para el otro bautismo [del martirio], enseñándoles que éste es superior en gracia, más alto en eficacia, más ilustre en honor; un bautismo en el que son los ángeles quienes bautizan, un bautismo en que Dios y su Cristo se alegran, un bautismo tras el cual ya nadie peca, un bautismo que completa el crecimiento de nuestra fe, un bautismo que nos une a Dios en el instante de partir de este mundo. En el bautismo de agua se recibe el perdón de los pecados; en el de sangre, la corona de las virtudes. Es, por tanto, cosa digna de nuestros deseos y de pedirla con todas nuestras súplicas, para llegar a ser amigos de Dios los que somos ahora sus servidores» (De exhort. martyrii pref. 4).
 
Y San Agustín afirma, aduciendo numerosos textos bíblicos, que «cuantos mueren por confesar a Cristo, aunque no hayan recibido el baño de la regeneración, tienen una muerte que produce en ellos, en cuanto a la remisión de los pecados, tantos efectos cuantos produciría el baño en la fuente sagrada del bautismo» (Ciudad de Dios XIII,7). Por el martirio se unen perfectamente a la pasión de Cristo, da la que viene la virtualidad santificante del bautismo.
 
Por eso la Iglesia nunca ha rezado por los mártires, sino que siempre ha invocado su intercesión ante Dios. Lo único que es discutido entre los teólogos es si la santificación obrada por el martirio se produce ex opere operato (por la misma virtualidad de la obra) o ex opere operantis (por la actitud espiritual del mártir), es decir, por el acto sumo de la caridad que lleva a la aceptación del martirio.
 
Según esta última doctrina, dice Santo Tomás, el martirio, «como el ejercicio de todas las virtudes, recibe su mérito de la caridad; y por eso sin la caridad, no vale» (II-II, 124,2 ad2m). En todo caso, antes del martirio, si el adulto es catecúmeno, debe en lo posible recibir el bautismo sacramental. Y si ya está bautizado, debe recibir el sacramento de la penitencia y la comunión eucarística (+STh III, 66,11).
 
Por lo que se refiere a la vida eterna, la Iglesia ha creído siempre que los mártires, por su victoria heroica en la tierra, gozan en el cielo de una especial bienaventuranza, o como dice Santo Tomás usando el lenguaje simbólico de la tradición, reciben por su victoria una aureola, una especial corona de oro (IV Sent. dist. 49,5,5; +San Cipriano, De exhort. martyrii 12-13).

Ver continuación en Teología moral y martirio; encíclica Veritatis splendor
 
«Tu amor es mi martirio, mi único martirio.
Cuanto más él se enciende en mis entrañas,
tanto más mis entrañas te desean...
¡¡¡Jesús, haz que yo muera
de amor por ti!!!

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