A través de los siglos la Iglesia ha vivido una espiritualidad martirial, y por tanto pascual, participando de la Pasión y Resurrección de Cristo. Y siempre que los cristianos han sido infieles, han huído del martirio, avergonzándose de la Cruz del Salvador. Hoy se hace especialmente urgente recuperar la teología y la espiritualidad del martirio. El siglo XX ha sido un siglo de innumerables mártires y de innumerables apóstatas. No podemos olvidar la palabra siempre viva de Jesús: "El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará".
Teología del martirio
Capítulo 6 del libro "Martirio de Cristo y de los Cristianos" de José María Iraburu.
Siendo el concepto teológico de martirio una elaboración de
la tradición de la Iglesia, nos interesa especialmente la doctrina de Santo
Tomás de Aquino, pues en este tema, como en otros, el Doctor Angélico no hace
sino sistematizar teológicamente la doctrina de la Biblia y de la Tradición. Por
otra parte, la enseñanza tomista sobre el martirio, tal como se expone en la
Summa Theologica II-II, cuestión 124, en cinco artículos, ha marcado
mucho la enseñanza de los teólogos.
Propio de la virtud es hacer que la persona permanezca en la verdad
y en el bien. Y «es esencial al martirio mantenerse por él firme en la verdad y
en la justicia contra los ataques de los perseguidores. Es, pues, evidente que
el martirio es un acto virtuoso».
Los santos Niños Inocentes, honrados desde antiguo por la Iglesia
como mártires, constituyen una excepción, pues no pueden obrar virtuosamente, ya
que carecen del uso de razón y de voluntad. Convendrá, pues, pensar en esto que
«así como en los niños bautizados los méritos de Cristo obran en ellos por la
gracia bautismal para obtener la gloria, así a los niños muertos por Cristo
dichos méritos les dan la palma del martirio».
Podría objetarse: si es un acto virtuoso, ¿por qué la Iglesia ha
prohibido desde antiguo buscar el martirio voluntariamente? Santo Tomás
responde que ciertos mandamientos de la Ley divina nos exigen solamente una
«disposición del alma» para cumplirlos «en el momento oportuno». Es, pues,
virtuoso y necesario estar pronto a sufrir por Cristo persecuciones, si éstas
llegan. Pero no es lícito buscar estas persecuciones o provocarlas; por una
parte, sería en el mártir una temeridad, y por otra, sería incitar a los
perseguidores para que realicen un crimen.
Art. 2: El martirio es un acto de la virtud de la fortaleza
Muchas virtudes son ejercitadas por el mártir: la paciencia, la
caridad, la fortaleza, etc. Ha de considerarse, sin embargo, que el martirio es
un acto elícito de la virtud de la fortaleza, que obra bajo el imperio de
la caridad; y que también la paciencia de los mártires es alabada
por la tradición cristiana.
Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, estima que «la fortaleza se
ocupa de vencer el temor más que de moderar la audacia», y que lo primero es más
difícil y principal que lo segundo. Por eso enseña que «resistir, esto es,
permanecer firme ante el peligro, es un acto más principal [de la fortaleza] que
atacar» (II-II, 123,6).
En efecto, «por tres razones resistir es más difícil que atacar».
El que resiste permanece firme ante quien se supone en principio que es más
fuerte. Por otra parte, el peligro está presente en la resistencia, pero es
futuro en el ataque. Y en tercer lugar, el ataque puede ser breve o instantáneo,
mientras que la resistencia puede exigir una larga tensión de la
fortaleza.
Pues bien, el mártir ejercita la virtud de la fortaleza
resistiendo un mal extremo, la muerte corporal, y «no abandona la fe y la
justicia ante los peligros de muerte». Por eso la fortaleza es la virtud, es
decir, «el hábito productor» del martirio (124,2).
Pero también es cierto que es la caridad, es la fuerza del amor, la
que mantiene fiel al mártir. «De ahí que el martirio sea acto de la
caridad como virtud imperante, y de la fortaleza como principio del
que emana. Pero el mérito del martirio le viene de la caridad» (ib.),
pues «si repartiere toda mi hacienda y si entregara mi cuerpo al fuego, no
teniendo caridad, nada me aprovecha» (1Cor 13,3).
Art. 3: El martirio es el acto más perfecto
Si el martirio se considerara solo como un acto de la fortaleza,
habría otros posibles actos cristianos más perfectos y meritorios. Pero si se
considera como el acto supremo de la caridad es, sin duda, el más perfecto y
meritorio acto cristiano. Y el martirio se sufre precisamente por amor «a
Cristo», a su Reino, a la Comunión de los Santos. Él mismo Jesús dice a sus discípulos: todas
esas persecuciones las sufriréis «por mí» (Mt 5,11), «por causa del Hijo del
hombre» (Lc 6,22), «por causa de mi nombre» (Jn 15,21).
Así pues, «el martirio es, entre todos los actos virtuosos, el que
más demuestra la perfección de la caridad, ya que tanto mayor amor se demuestra
hacia alguien cuanto más amado es lo que se desprecia por él y más odioso
aquello que por él se elige. Y es evidente que el hombre ama su propia vida
sobre todos los bienes de la vida presente y que, por el contrario, experimenta
el odio mayor hacia la muerte, sobre todo si es inferida con dolores y tormentos
corporales. Según esto, parece evidente que el martirio es, entre los demás
actos humanos, el más perfecto en su género, pues es signo de la mayor caridad,
ya que “nadie tiene un amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos”
[Jn 15,13]» (STh II-II, 124,3).
Otras virtudes, unidas a la caridad, alcanzan también en el
martirio su absoluta perfección: así, la abnegación, por la que el mártir
«se niega a sí mismo», «perdiendo su vida» (Lc 9,23-24); la fe, por la
que da «testimonio de la verdad» hasta morir por ella (Jn 18,37), y la
obediencia a Dios y a sus mandatos, por la que el mártir se hace «obediente
hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8).
Art. 4: El martirio es morir por Cristo
Es la propia vida la que el mártir entrega con suprema fortaleza a
causa de un supremo amor a Jesucristo. Por eso la tradición de la Iglesia
reserva el nombre de mártir a quien «por Cristo» ha sufrido la muerte, en
tanto que llama confesor a quien por Él ha sufrido azotes, exilio,
prisión, expolios, cárcel, torturas.
Nótese, sin embargo, que en la Iglesia primera todavía se da a
veces el nombre de mártires a cristianos que han confesado la fe con
grandes sufrimientos, pero sin morir por ello (p. ej., Tertuliano, +220, Ad
martyres; S. Cipriano, +258, Cta. 10, ad martyres et confessores
Jesus-Christi; Ctas. 12, 15, 30).
La muerte es, pues, esencial al martirio. En efecto, solo el
mártir es testigo perfecto de la fe cristiana, pues sufre por ella la
pérdida de su propia vida. Por eso a aquél que permanece en la vida corporal,
por mucho que haya sufrido a causa de su fe en Cristo, no le ha sido dado
demostrar del más perfecto modo posible su adhesión a Cristo, así como su
menos-precio hacia todos los bienes de la tierra, incluida la propia vida. Por
eso, dice Santo Tomás, «para que se dé la noción perfecta de martirio es
necesario sufrir la muerte por Cristo».
La Virgen María es también aquí una excepción. Ella, al pie de la Cruz, sufre todo cuanto puede sufrir una
persona humana. Y aunque no quiso Dios que fuera muerta violentamente, sino
elevada en su día gloriosamente a los cielos en cuerpo y alma, es considerada
por la piedad cristiana como la Reina de los Mártires. Así San Jerónimo: «yo
diré sin temor a equivocarme que la Madre de Dios fue juntamente virgen y
mártir, aunque ella no terminó su vida en una muerte violenta» (Epist.
9 ad Paul. et Eustoch.). Y San Bernardo: «el martirio de la Virgen queda atestiguado por la
profecía de Simeón [una espada te traspasará el alma; Lc 2,35] y por la misma
historia de la pasión del Señor... Éste murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo
morir en su corazón?» (Serm. infraoct. Asunción 14).
Art. 5: No solo la fe es la causa propia del martirio
«Mártires –dice Santo Tomás– significa testigos, pues
con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella; y no de
cualquier verdad, sino de “la verdad que es según la piedad” [Tit 1,1], la que
nos ha sido dada a conocer por Cristo. Y así se les llama “mártires de Cristo”,
porque son Sus testigos. Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es
la causa de todo martirio.
«Ahora bien, a la verdad de la fe pertenece no solo la creencia del
corazón, sino también su manifestación externa, que se hace tanto con palabras
como con hechos, por los que uno muestra su creencia, según aquello de Santiago:
“yo por mis obras te mostraré mi fe» [2,18]. Y San Pablo dice de algunos que
“alardean de conocer a Dios, pero con sus obras lo niegan” [Tit 1,16].
«Según esto, todas las obras virtuosas, en cuanto referidas a
Dios, son manifestaciones de la fe. Y bajo este aspecto pueden ser causa de
martirio. Y así, por ejemplo, la Iglesia celebra el martirio de San Juan
Bautista, que no sufrió la muerte por defender la fe, sino por haber reprendido
un adulterio» (II-II, 124,5).
Recordemos, sigue diciendo Santo Tomás, que «“los que son de Cristo
Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias” [Gál 5,24].
Por consiguiente, sufre pasión un cristiano no solo si padece por la confesión
verbal de la fe, sino si, por Cristo, padece por hacer un bien y
evitar un mal, porque todo ello cae dentro de la confesión de la fe» (5
ad1m). Más aún, «como todo bien humano puede hacerse divino al referirse
a Dios, cualquier bien humano puede ser causa de martirio en cuanto es referido
a Dios» (5 ad3m).
Perseguidos
por odio a Cristo y muertos por amor a Cristo
«Por mí», «por causa de mi nombre», dice Cristo en los evangelios.
En efecto, el mártir muere por Cristo (Santo Tomás, IV Sent. dist.
49,5,3). Actualmente, incluso en ambientes cristianos, se concede el título de
mártir con una gran amplitud, pero no es ésa la norma de la Iglesia
antigua y la de hoy. Y en el mundo se tergiversa el término hasta degradar su
sentido original. Así se habla de los «mártires» de la Revolución soviética o
maoista o castrista o sandinista o feminista, etc.
Sin embargo, que el perseguidor obre por odio a
Cristo, o como suele decirse, ex odio fidei, y que el mártir muera
por amor a Cristo, es causa necesaria para que se dé el martirio
cristiano en el sentido estricto. Ha de darse «odio a la fe» o bien odio a
cualquier obra buena en tanto que viene exigida por la fe en Cristo. No pueden
ser, pues, considerados mártires sino aquellos que, habiendo sido
perseguidos y muertos por odio a Cristo o a lo cristiano, han sufrido la
muerte por amor a Cristo. Es el criterio que hoy también está vigente en
la Iglesia para discernir en las causas para la canonización de los
mártires. Y a veces, como se comprende, es muy difícil aplicar con seguridad
este criterio a cada caso concreto.
No es, pues, mártir, en el pleno sentido cristiano del término,
aquel que muere por defender una verdad natural, o por servir hasta el extremo
una causa buena, un valor, si ese heroísmo no va referido a Cristo. Ni
tampoco aquel que muere por su adhesión a una fe herética.
San Cipriano enseña que «los discordes, los disidentes, los que no
están en paz con sus hermanos [en la Iglesia] no se librarán del pecado de su
discordia, aunque sufran la muerte por el nombre de Cristo, como atestigua el
Apóstol» (Trat. sobre Padrenuestro 24). Si uno se separa de la Iglesia,
«no teniendo caridad, nada le aprovecha», ni dar su hacienda a los pobres, ni
entregar su cuerpo a las llamas (1Cor 13,3).
Y tampoco es mártir el que se suicida por guardar una virtud
cristiana, ya que el suicidio es siempre ilícito. Esto último tiene excepciones,
como cuando la Iglesia da culto a vírgenes mártires, que por defender su
castidad se dieron la muerte. En algunos casos, en efecto, advierte San Agustín,
citado por Santo Tomás, «la autoridad divina de la Iglesia, basándose en
testimonio fidedignos, ha aprobado el culto de estas santas mártires» (II-II,
124,1 ad2m).
Observaciones complementarias sobre el martirio
La exacta fisonomía espiritual del martirio ofrece en algunos casos
perfiles discutibles, sobre los cuales han tratado con frecuencia teólogos y
canonistas. Entre éstos destaca Benedicto XIV, en su tratado De servorum Dei
beatificatione et beatorum canonizatione (Bolonia 1737; lib. III, c.
XI-XXII). Sin entrar en prolijos análisis y argumentos, recordaré aquí
brevemente algunas de las cuestiones más importantes.
–¿Es lícito desear el martirio, pedirlo a Dios? Sí,
ciertamente, pues es el martirio el acto más perfecto de la caridad, el que más
directamente hace participar de la Pasión de Cristo y de su obra redentora, y el
que produce efectos más preciosos tanto en la santificación del mártir como en
la comunión de los santos.
Es, por tanto, el martirio altamente deseable, pues por él se
configura el cristiano plenamente a Cristo Crucificado: «para esto fuisteis
llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que
sigáis sus pasos» (1Pe 2,21).
Santo Tomás afirma la bondad del deseo del martirio. Hace suya la
doctrina de San Gregorio Magno, que comenta la frase de San Pablo, «el que desea
el episcopado, desea algo bueno» (1Tim 3,1), recordando que cuando el Apóstol
hacía esa afirmación, eran los obispos los primeros que iban al martirio
(STh II-II, 185,1 ad1m). Y de hecho, muchos santos, como Santo
Domingo y San Francisco de Asís, Santa Teresa y San Francisco Javier, desearon
el martirio intensamente, y en ocasiones dieron forma de oración a sus
persistentes deseos.
En cierto sentido, así como se habla de un bautismo de deseo
y se reconoce su eficacia santificante, también podría hablarse de un
martirio de deseo, con efectos análogos, aunque no iguales, a los del
martirio real.
–¿Es lícito procurar y buscar el martirio? Como regla
general hay que decir que no (STh II-II, 124,1 ad3m). Ésa ha sido
la norma de la Iglesia desde antiguo. Fácilmente habría en ese intento
presunción poco humilde en el aspirante a mártir y una cierta
complicidad con el crimen del perseguidor.
Algunos autores, apoyándose, por ejemplo, en el concilio de Elvira
(303-306), no consideran mártires a quienes son muertos por haber destruido o
profanado los templos e ídolos de los paganos.
Benedicto XIV (c. XVII), sin embargo, distingue entre las
provocaciones producidas en el mismo martirio –como las que recordamos en los
Macabeos o en San Esteban– y aquéllas que han podido preceder y dar ocasión al
mismo.
También hay excepciones en esto. La Iglesia ha reconocido como
santos mártires a no pocos fieles que, movidos por el Espíritu Santo, han
buscado el martirio, han destruido ídolos, han acudido espontáneamente «ante los
tribunales» para declararse cristianos, sabiendo que tales acciones, u otras
semejantes, les traerían la muerte. No pocos mártires antiguos del santoral
cristiano obran así. E incluso la disciplina de la Iglesia antigua permite la
búsqueda del martirio a aquellos cristianos lapsi, que de este modo
quieren expiar y retractar públicamente su anterior infidelidad ante el
martirio.
–¿Es lícito huir la persecución? Sí, ciertamente. Cristo lo
aconseja en determinadas ocasiones (Mt 10,23), y Él mismo, cuando lo estima
conveniente, rehuye la muerte, como cuando tratan de despeñarlo en Nazaret (Lc
4,28-30). San Pedro huye de la cárcel, auxiliado por un ángel (Hch 12). Y
también San Pablo escapa a la persecución del rey Aretas (2Cor
11,33).
Sin embargo, los obispos y pastores, que han recibido encargo de
velar por el pueblo de Dios, no deben abandonarlo en la persecución (STh
I-II, 85,5). Norma que, sin duda, tiene también lícitas excepciones
prudenciales.
San Cipriano, por ejemplo, siendo obispo de Cartago, cuando más
arreciaba la persecución de Valeriano, permanece huido bastante tiempo porque
entiende que, en circunstancias tan difíciles, no conviene que el rebaño quede
sin la guía y asistencia de su pastor. Y finalmente se entregó al
martirio.
En nuestros días hemos visto, en situaciones de grave persecución,
cómo unos misioneros permanecían con su pueblo, sin abandonarlos en el peligro,
en tanto que otros huían, para poder seguir sirviéndolos una vez pasada la
persecución. Y no puede decirse sin más que una actitud es en sí mejor
que la otra, sino que es una elección que debe hacerse buscando la voluntad de
Dios y el bien del pueblo cristiano, a la luz de la prudencia y el don de
consejo, o si es el caso, sometiendo la elección al mandato de los
superiores.
–¿Son necesarias ciertas condiciones espirituales para que, por
parte del cristiano, pueda darse propiamente el martirio? ¿O más bien es
indiferente la actitud espiritual del cristiano, con tal de que acepte
morir por Cristo? La respuesta verdadera es que son necesarias, ciertamente, en
el adulto algunas actitudes espirituales. Y por eso no puede ser considerado
mártir aquel que, aunque no rechace la muerte, pudiendo hacerlo, la acepta con
odio a sus perseguidores, o permaneciendo apegado a ciertos pecados, sin
propósito de romper con ellos, si sobrevive.
El adulto es mártir si muere por Cristo teniendo contrición
por los pecados pasados, o al menos atrición por ellos. Si el bautismo no
borra los pecados del adulto cuando éste no tiene, al menos, atrición, tampoco
el martirio.
Por otra parte, Cristo manda –no es un simple consejo; es un
mandato– «amar» a los enemigos y «orar» por ellos (Mt 5,43-46). En
efecto, si el martirio es un acto supremo de la caridad, ha de ser una
afirmación de amor no solo a Cristo y a la comunión de los santos, sino también
hacia los perseguidores. El mártir manifiesta este amor perdonando a sus
enemigos y orando por ellos. Así es como en el martirio se configura
plenamente a Cristo, a Esteban y a todos los santos mártires. Como dice Santo
Tomás, «la efusión de la sangre no tiene razón de bautismo [es decir, de
martirio, de bautismo de sangre] si se produce sin la caridad» (STh
III,66,12 ad2m).
El martirio, además, superando los miedos y angustias propios de la
debilidad natural, ha de ser sufrido con paciencia y en confiada
obediencia a la Voluntad divina providente. Más aún, Cristo anima y
concede morir por él con alegría: «alegráos y regocijáos» (Mt
5,12; +Lc 6,22); y de hecho, por Su gracia, así han muerto los mártires
cristianos: gozosos de poder consumar la ofrenda permanente de sus vidas,
gozosos de poder llevar su amor a Dios y a los hombres a su más alta cumbre,
gozosos de recibir de la Providencia la ocasión oportuna para dar ante el mundo
el máximo testimonio de la verdad, el más persuasivo.
Efectos del
martirio
El martirio es un bautismo de sangre que opera en el hombre
los mismos efectos que el bautismo sacramental: borra el pecado original
y los pecados actuales, tanto en la culpa cuanto en la pena; es decir,
santifica plenamente al hombre, sea virtuoso o pecador, esté o no
bautizado, sea niño o adulto. Así lo ha creído la Iglesia desde el
principio.
San Cipriano escribe a Fortunato: «nosotros, que con el permiso del
Señor hemos administrado a los creyentes el primer bautismo, debemos
preparar asímismo a todos para el otro bautismo [del martirio],
enseñándoles que éste es superior en gracia, más alto en eficacia, más ilustre
en honor; un bautismo en el que son los ángeles quienes bautizan, un bautismo en
que Dios y su Cristo se alegran, un bautismo tras el cual ya nadie peca, un
bautismo que completa el crecimiento de nuestra fe, un bautismo que nos une a
Dios en el instante de partir de este mundo. En el bautismo de agua se
recibe el perdón de los pecados; en el de sangre, la corona de las
virtudes. Es, por tanto, cosa digna de nuestros deseos y de pedirla con todas
nuestras súplicas, para llegar a ser amigos de Dios los que somos ahora sus
servidores» (De exhort. martyrii pref. 4).
Y San Agustín afirma, aduciendo numerosos textos bíblicos, que
«cuantos mueren por confesar a Cristo, aunque no hayan recibido el baño de la
regeneración, tienen una muerte que produce en ellos, en cuanto a la remisión de
los pecados, tantos efectos cuantos produciría el baño en la fuente sagrada del
bautismo» (Ciudad de Dios XIII,7). Por el martirio se unen perfectamente
a la pasión de Cristo, da la que viene la virtualidad santificante del
bautismo.
Por eso la Iglesia nunca ha rezado por los mártires, sino que
siempre ha invocado su intercesión ante Dios. Lo único que es discutido entre
los teólogos es si la santificación obrada por el martirio se produce ex
opere operato (por la misma virtualidad de la obra) o ex opere
operantis (por la actitud espiritual del mártir), es decir, por el acto sumo
de la caridad que lleva a la aceptación del martirio.
Según esta última doctrina, dice Santo Tomás, el martirio, «como el
ejercicio de todas las virtudes, recibe su mérito de la caridad; y por eso sin
la caridad, no vale» (II-II, 124,2 ad2m). En todo caso, antes del
martirio, si el adulto es catecúmeno, debe en lo posible recibir el bautismo
sacramental. Y si ya está bautizado, debe recibir el sacramento de la penitencia
y la comunión eucarística (+STh III, 66,11).
Por lo que se refiere a la vida eterna, la Iglesia ha creído
siempre que los mártires, por su victoria heroica en la tierra, gozan en el
cielo de una especial bienaventuranza, o como dice Santo Tomás usando el
lenguaje simbólico de la tradición, reciben por su victoria una aureola,
una especial corona de oro (IV Sent. dist. 49,5,5; +San Cipriano, De
exhort. martyrii 12-13).
Ver continuación en Teología moral y martirio; encíclica Veritatis splendor
«Tu amor es mi martirio, mi único
martirio.
Cuanto más él se enciende en mis entrañas,
tanto más mis entrañas te desean...
¡¡¡Jesús, haz que yo muera
de amor por ti!!!