Jacobo de Vorágine es famoso sobre todo por sus escritos. Se le ha atribuido la traducción de la Biblia al italiano, pero, en caso de que la haya hecho realmente no queda ningún ejemplar de esa obra. La razón de la fama del beato es que fue el autor de la «Legenda Sanctorum», más conocida con el nombre de «Legenda Aurea» («La Leyenda Dorada»). Dicha obra es sin duda, entre las colecciones de leyendas o vidas de santos, la más divulgada y la que mayor influencia ha ejercido. Desde el punto de vista crítico, carece absolutamente de valor histórico; pero tiene la ventaja de poner de relieve la mentalidad sencilla y crédula del público para el que fue escrita. Por otra parte, considerada como libro de devoción y edificación, la obra de Jacobo de Vorágine es una verdadera obra de arte. El autor realizó perfectamente el objetivo que se había fijado, que consistía en escribir un libro que el pueblo leyese y que le enseñase a amar a Dios y a odiar el pecado. De no haber sido por la Reforma, la traducción inglesa del libro de Jacobo, habría ejercido gran influencia sobre la literatura de Inglaterra. En otras lenguas la traducción de la «Leyenda Dorada» ejerció gran influencia sobre la literatura. La estrechez del humanismo histórico llevó a Luis Vives, a Melchor Cano y a otros, a despreciar la obra de Jacobo de Vorágine; por el contrario, los bolandistas que poseían un espíritu verdaderamente científico, jamás han dejado de admirarla. El P. Delehaye dice:
Durante mucho tiempo la «Leyenda Dorada», que representa tan fielmente la actitud de los hagiógrafos medievales, fue tratada con supremo desprecio y los eruditos denigraron implacablemente al gran Jacobo de Vorágine: «El autor de la 'Leyenda' -declaró Luis Vives- tenía una boca de bronce y un corazón de plomo».
Tal severidad no sería exagerada, si se admite que hay que juzgar las obras populares según las normas de la crítica histórica. Pero tal método tiene cada vez menos defensores; y quienes han penetrado en el espíritu de la «Leyenda Dorada», están muy lejos de despreciarla. «Por mi parte, confieso que al leerla es, algunas veces, muy difícil dejar de sonreír. Pero se trata de una sonrisa de simpatía y de tolerancia que no perturba en lo más mínimo la emoción religiosa que suscita el relato de las virtudes y los actos heroicos de los santos.
La obra de Jacobo de Vorágine nos presenta a los amigos de Dios como lo más grande que existe sobre la tierra; los santos son seres humanos que están muy por encima de la materia y de las miserias de nuestro pequeño mundo. Los reyes y los príncipes acuden a consultarles y se mezclan con el pueblo para ir a besar sus reliquias e implorar su protección. Los santos viven en la tierra, pero íntimamente unidos con Dios. Y Dios les concede, además de inmensos consuelos, cierta participación de su propio poder. Pero los santos sólo emplean ese poder para bien de sus semejantes y, por eso, el pueblo acude a ellos para obtener la curación de sus enfermedades de cuerpo y de alma. Los santos practican todas las virtudes en grado sobrehumano: la bondad, la misericordia, el perdón de las injurias, la mortificación, la abnegación; hacen amables estas virtudes y exhortan a los cristianos a practicarlas. La vida de los santos es la realización concreta del espíritu del Evangelio. Y por el sólo hecho de poner al alcance del pueblo ese ideal sublime, la «Leyenda Dorada», como cualquier otra forma de poesía, posee un grado de verdad más elevado que el de la historia. («The Legends of the Saints», c. VII, pp. 229-231)
Traducción al español que aparece en el libro
La leyenda de las once mil vírgenes, de Jaime Ferreiro Alemparte.
(Pág. 49-53)
“De las Once mil Vírgenes”, según el relato de Jacobo de Voragine en la “Leyenda Áurea”. He aquí nuestra versión del texto latino editado por Th. Graesse (1864), pp. 70 1•705:
El martirio de las Once mil Vírgenes sucedió de esta manera. Había en Bretaña un rey cristiano llamado Notho o Mauro, el cual tenía una hija llamada Úrsula. Era esta doncella de tanta honestidad, discreción y hermosura que su fama corrió pronto por todas partes. El rey de Inglaterra, que era muy poderoso y tenía sujetos muchos pueblos bajo su imperio. al llegar a sus oídos los elogios que hacían de la doncella, pensó en lo feliz que sería si pudiera entregársela en matrimonio a su hijo único. El joven no deseaba otra cosa. Envió, pues, solemnes mensajeros al padre de la doncella para que, a fuerza de dádivas y promesas, dieran cima a su negocio, o que, caso de que quisiera hacerles volver con las manos vacías, le intimidaran con fuertes amenazas. El rey de Bretaña estaba en gran aprieto, pues le parecía indigno entregar a su hija, favorecida ya con la fe de Cristo, a un hombre que aún seguía rindiendo culto a los ídolos, y porque además se imaginaba que ella tampoco se prestaría de buena gana a aquel enlace. Por otro lado no se atrevía a desairar al rey por el gran temor que le inspiraba su conocida ferocidad.
Pero Sta. Úrsula, por inspiración del cielo, persuadió a su padre para que accediera a aquella demanda, aunque bajo la condición de que el rey y su hijo se comprometieran a dar a la novia, para su solaz, diez doncellas elegidas entre las más nobles, cada una de las cuales vendría acompañada de otras mil para que las atendieran y sirvieran, junto con mil más para el séquito de la prometida. Luego mandarían aparejar naves en las que se embarcasen. y se les concedería un plazo de tres años para que durante ese tiempo pudieran dedicarse al ejercicio de su estado virginal ; el joven pretendiente se haría bautizar y aprovecharía este plazo para instruirse en la fe . Con estos obstáculos, sabiamente inspirados, Úrsula pretendía, o bien desviar y refrenar los acuciantes apetitos del joven, o bien aprovechar la ocasión que le brindaban para convertir tantas vírgenes y consagrarse con ellas a Dios. Mas el joven aceptó gustoso las condiciones impuestas, se hizo bautizar al punto y convenció a su padre para que cumpliera con la mayor diligencia todo lo que la doncella había solicitado. El padre de Úrsula, que amaba mucho a su hija, dispuso sin embargo, que en el séquito de la muchacha fuesen también algunos varones, para que las asistieran y les prestaran ayuda en todo lo necesario. Pronto empezaron a llegar multitud de doncellas de todas partes, y hombres llenos de curiosidad por contemplar aquel espectáculo. También llegaron muchos obispos, que habían de hacer el viaje con ellas. y entre los cuales estaba Pantulo, obispo de Basilea, que luego las condujo a Roma, y al regreso recibió el martirio con ellas.
Y Sta. Gerásina, reina de Sicilia la que a su marido, rey cruelísimo, había convertido de lobo en cordero. y era hermana del obispo Mauricio y de Daría, madre de Sta. Úrsula. Sta. Gerásina, pues, tan pronto como el padre de la santa le comunicó por cartas los designios que Dios había revelado a su hija, se hizo a la mar en dirección a Bretaña, llevando consigo a sus cuatro hijas. Babila, Juliana. Victoria y Aurea, y con su hijo pequeño llamado Adriano, el cual por amor a sus hermanas quiso embarcarse también, y así la reina dejó el reino a otro hijo suyo. Por consejo de Sta. Gerásina se les juntaron otras doncellas de diversas partes del reino, y ella fue siempre su capitana, y por último sufrió también el martirio con ellas. Cuando estuvieron reunidas las vírgenes y aparejadas las naves, con arreglo a lo pactado, y las vituallas listas, Sta. Úrsula descubrió a sus compañeras lo que secretamente acariciaba en su corazón, y que por intercesión divina le había sido inspirado. Todas al oírla se juramentaron para aquella nueva milicia. Comenzaron, pues, a ejercitarse como para un torneo. En ocasiones corrían juntas, en otras se separaban, haciendo como si se aprestasen a luchar o a emprender la fuga. Y así pasaban el tiempo en estos y otros ejercicios, sin omitir ninguno de cuantos se les ocurrían. A veces regresaban de estas expediciones al mediodía, otras al atardecer. Príncipes y nobles acudían deseosos de ver el grandioso espectáculo de aquellos juegos, y se quedaban absortos de admiración y rebosantes de alegría. Por fin, cuando Sta. Úrsula había convertido a la fe a todas las vírgenes, un día, con viento próspero, levaron anclas y fueron a dar a un puerto de la Galia llamado Tyela, y desde allí, a Colonia, donde un ángel del Señor se le apareció a Úrsula y le predijo que cuando regresaran de nuevo a Colonia recibirían la corona del martirio. Luego, siguiendo las indicaciones del ángel, se dirigieron a Roma. En Basilea dejaron las naves y continuaron el viaje a pié.
El papa Ciriaco, que era oriundo de Bretaña y tenía parentesco con muchas de las vírgenes, se alegró mucho con su llegada, y, acompañado de todo el clero romano, les dispensó un honroso recibimiento. En aquella misma noche Dios le reveló que habría de recibir con ellas la palma del martirio. De esto no dijo nada, pero bautizó a las vírgenes que aún no eran cristianas. Cuando creyó llegado el plazo, después de haber sido el décimo nono de los papas y haber regido la iglesia de S. Pedro por espacio de un año y once semanas, convocó una asamblea general, y, declarando su propósito en presencia de todos, resignó su cargo y dignidad. Todos le opusieron viva Resistencia, especialmente los cardenales, pues creían que no estaba en su sano juicio al pretender dejar la cátedra pontificia por ir tras unas fatuas mujerzuelas. Con todo no se dejó convencer y puso en su lugar a un varón santo llamado Ameto, y le nombró sucesor. Pero como había dejado la sede contra la voluntad del clero, su nombre fue borrado del catálogo de los papas, y desde aquel momento el sacro ejército de las vírgenes perdió también el favor que había tenido en la Curia romana.
Por aquel tiempo estaban al frente del ejército romano dos príncipes inicuos llamados Máximo y Africano, los cuales, viendo aquella multitud de vírgenes y temiendo que se les sumaran otros muchos hombres y mujeres, y que de este modo se incrementara considerablemente el número de los que profesaban la fe en Cristo, se informaron circunstanciadamente sobre la ruta que iban a seguir, y enviaron mensajeros a Juliano, príncipe de los hunos y pariente de ambos, para que, sacando el ejército contra ellas, las mataran, por ser cristianas, cuando llegaran a Colonia. Sin embargo el venturoso Ciriaco salió de Roma con el noble ejército de las vírgenes. A él se sumó Vicente, cardenal presbítero. Y Jacobo, nacido en Bretaña y que había sido siete años obispo de Antioquía: había venido a visitar al papa, y cuando ya dejaba la ciudad oyó hablar de la llegada a Roma de las vírgenes, entonces dio la vuelta para sumarse a ellas, siendo de este modo su compañero de viaje y de martirio. También se unió a ellas Mauricio, obispo de la ciudad Lavicana, hermano de la madre de Babila y Juliana. Y Folario, obispo de Lucca: y Simplicio, obispo de Rávena, que por aquellos días había ido a Roma: todos se concertaron para acompañar a las vírgenes.
Eterio, el prometido de Sta. Úrsula, había permanecido en Bretaña. Allí se le apareció un ángel, que le pidió exhortase a su madre a hacerse cristiana, pues el padre de Eterio había muerto en el mismo año que se hiciera cristiano. Cuando las santas vírgenes con los mencionados obispos, regresaban de Roma, Eterio fue avisado por el Señor para que se pusiese en camino y fuese al encuentro de la prometida, y con ella recibiese el martirio en Colonia. Eterio oyó el aviso de Dios e hizo bautizar a su madre. y poco después emprendió el viaje con su hermana pequeña Florentina, que era ya cristiana, y con el obispo Clemente, los cuales yendo al encuentro de las vírgenes compartieron con ellas el martirio. Aleccionados por una visión llegaron también a Roma, para juntarse al ejército de las vírgenes y compartir con ellas su destino. Márculo, un Obispo de Grecia, y su sobrina Constancia, hija del rey Doroteo de Constantinopla y de la reina Frandina. Constancia había sido destinada a casarse con el hijo de un rey; pero habiendo muerto su prometido antes de la boda, determinó consagrar a Dios su virginidad. Así pues, todas las doncellas con los obispos mencionados continuaron viaje en dirección a Colonia.
La ciudad se encontraba a la sazón asediada por los hunos, los cuales, al descubrir a las vírgenes cayeron sobre ellas con gran griterío, y como lobos enfurecidos en las ovejas dieron cuenta de toda aquella santa multitud. Cuando todas fueron degolladas se acercaron a donde estaba Sta. Úrsula, y el príncipe de los hunos, al verla, quedó prendado de su extraordinaria hermosura, e intentó consolarla de la muerte de sus compañeras, prometiéndole unirse a ella en matrimonio. Pero Úrsula le rechazó con toda su alma. El, al verse despreciado, montó en cólera y la atravesó con un dardo, consumando de esta manera su martirio.
Había entre ellas una doncella llamada Córdula, la cual llena de miedo había pasado toda aquella noche escondida en la nave. Pero al amanecer salió de su escondite y se ofreció también voluntariamente a la muerte, recibiendo, lo mismo que todas las demás, la corona del martirio. Pero como no había muerto en el mismo día no se celebraba su festividad, hasta que pasado mucho tiempo se le apareció a una reclusa y le reveló que su fiesta debía celebrarse al día siguiente de la de sus compañeras. El martirio tuvo lugar en el año 238 del Señor. Algunos sin embargo no están de acuerdo de que el martirio sucediese en ese año, pues ni Sicilia ni Constantinopla eran reinos, como aquí se dice de que las reinas de ambos países habían estado con las vírgenes. Por eso me parece más digno de crédito admitir que el martirio se produjo mucho después del emperador Constantino, cuando los hunos y los godos asolaron la región, es decir, en tiempo del emperador Marciano (como leemos en una Crónica), que reinó en el año del Señor de 452.
A continuación Jacobo de Voragine inserta estos dos milagros tomados, como ya se ha dicho, del Speculum historiale de Vicente de Beauvais:
1. Era un abad que había obtenido de una abadesa de Colonia el cuerpo de una de las santas vírgenes, con la promesa de colocarlo solemnemente en su iglesia en un cofre de plata. Pero lo dejó estar un año entero sobre el altar en una caja de madera. Una noche en que el abad cantaba los maitines acompañado de sus monjes, he aquí que la virgen bajó corporalmente del altar, se inclinó con reverente humildad y, ante la estupefacción de los monjes, atravesó por medio del coro y desapareció de su vista. El abad corrió a ver la caja y la encontró vacía. Aprisa se fue a Colonia y contó a la abadesa todo lo sucedido. Ambos fueron a la sepultura de la que habían extraído el cuerpo de la virgen, y vieron que yacía allí de nuevo. El abad pidió perdón y rogó a la abadesa que le devolviera el cuerpo de aquella virgen o que le concediera el de otra. Pero su ruego no fue atendido.