Lapida

Lapida
Lápida en Basílica de Santa Ursula en Colonia, Alemania

viernes, 7 de septiembre de 2012

La campanita de las once mil vírgenes

Tradiciones de Guadalajara, México.
Este artículo está tomado de: http://200.57.131.60/tradiciones/la-campanita-de-las-once-mil-virgenes

Cabildo Eclesiástico en Guadalajara

Aquellos tiempos eran otros.  El acompasado fluir de los días dejaba en el aire una transparencia de dicha. Así vivía la gente, en una entrañable paz que bien se les retrataba en el semblante.

La ciudad misma tenía otro aspecto: las calles asoleadas y anchas, las plazas sombreadas de árboles inmensos, las casas encaladas de blanco, sin otro adorno que el de sus recios portones de mezquite remachados de clavos y el aldabón de forja muy compuesta, o la manita de llamar, que ponía resonancias de júbilo, de expectación, de zozobra en el silencio del barrio.

Convento en Guadalajara

También los ruidos… Qué distintos a los de ahora, los ruidos que movían la vida de la vieja Guadalajara: un repiquetear de herraduras sobre el empedrado de las calles y luego un largo silencio. El pregón característico del vendedor de pan y luego el silencio otra vez en todo lo ancho de la calle. La música lánguida desde un piano escondido en la penumbra de una de aquellas salas, y la melodía que traspasaba las cortinas de encaje desde la intimidad de aquella casona.

Luego las campanas: el toque cristalino de una campanita y el grave tañer de la campana mayor de catedral. Los vecinos conocían la voz de cada campana. Las sentían como seres vivos. Estaban enterados de la hora en que debía escucharse cada toque.

Entonces… allá por los años del setecientos al ochocientos. Guadalajara estaba llena de conventos. Las gentes sentían profunda reverencia hacia estas casas. Pasaban por aquellos portones y se santiguaban devotas como sabiendo que detrás de aquéllos se guardaba un aire puro de contemplaciones y continua alabanza a Dios.

Pero así, todo lo que sucedía tras de los tapiales cubiertos de jazmines y rosales, era luego conocido en la ciudad; no había detalle, el más nimio, no había el más simple acontecimiento conventual que no anduviera al poco tiempo de boca en boca, ya causando sorpresa, ya despertando albores de contento, ya poniendo en los pechos el susto, la impresión de las cosas eternas.

La mole del antiguo convento de Santa Mónica, en la calle Zaragoza,
entre Reforma y San Felipe

Por eso pudo saberse y circuló por entre el vecindario una noticia aterradora que saltó, nadie supo cómo, las bardas del Convento de Santa Mónica: que allí se tenía de cuando en cuando el aviso de la muerte de las religiosas agustinas que poblaron esta casa.

Así se decía: que las Mónicas podían tener aviso de su muerte, gracias al toque de una campanita que sonaba cuando alguna de ellas iba a morir. Este toque caminaba, caminaba por los claustros, se enredaba por entre los plumbagos sacudiendo sus florecitas azules, se iba por los pasillos de muros cubiertos con letreros y admoniciones eternas, y luego, de repente, iba a detenerse a la puerta de una celda.

Ya no cabía la menor duda. Allí estaba la señal sobrenatural de la muerte de la monja en cuya celda se detuvo el tintinear de la campanita: una campanita que, por más señas, decían que era tocada por las once mil vírgenes, denominación que correspondía nadie sabía a ciencia de esa celestial legión de almas que rondaban por los caminos del cielo… y a veces bajaban a la tierra.

Luego de ese toque no quedaba la menor duda. Allí estaba el aviso de la muerte de una de las monjas de la comunidad. No parecía que para ninguna de ellas hubiera estupor, sorpresa o miedo ante la inminencia de la muerte. Al fin monjas, imbuidas en el pensamiento de la eternidad y penetradas del significado que tiene la muerte, sino como una puerta que se abre a la entrega deleitosa de la visión divina… Todo eso que el creyente recuerda en los helados vientos del mes de difuntos.

Al parecer, antes que entristecerse, felicitaban las monjas a la hermana elegida para presentarse ante el Supremo Juez, ayudándola a prepararse con oraciones y cantos, y luego la llevaban a que se recostara por sí misma, en quietud beatífica, en el tabloncillo que se servía de lecho, para esperar su hora.

Decían que eso pasaba dentro del convento de las Mónicas; pero en el exterior, los vecinos, la gente que aseguraba haber oído como un eco lejano el repique de la campanita misteriosa, se estremecían en lo más recóndito de su ser… Porque en el común de los humanos, la muerte siempre es temida, su cercanía siempre aterroriza, su proximidad clava agujas frías en el cuerpo de un hombre.

En la Guadalajara de aquellos siglos sucedían estas cosas. Y aquellos hombres como los de hoy, vivían preocupados con el pensamiento de la muerte, se estremecían a los toques lúgubres de dos campanas que anuncian, en dobles, la muerte de un amigo.
Por eso sin duda circulaba con tanta fuerza el comentario y se hacían mil conjeturas, cuando alguien decía haber oído claramente en el aire quieto de la mañana, en la temblorosa luz de un atardecer, el toque de la campanita de las once mil vírgenes.


El claustro central del Convento de Santa Mónica, conocido como Patio de los Ángeles.
 
 
Santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes
Manuel Caban, santero
 
 

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