La virginidad realzada por el martirio.
Tu gloria Jerusalén.
Tú, la gloria de Jerusalén.
Judith 15,10
1 Si efectivamente no hay nación tan grande como el pueblo cristiano por razón de los favores con que lo ha distinguido su Dios, el único Dios verdadero, grande y bueno; tampoco hay pueblo en la historia que aventaje al nuestro en grandeza de ánimo y prodigios de heroísmo. Célebre fue por sus héroes, muchos de ellos fabulosos, la Grecia; famosa fue Roma por sus capitanes, la Judea por sus incomparables heroínas, Judit, Débora…; pero ¿qué tiene que ver ninguno de los pueblos antiguos con el cristiano, ni en el número o en la calidad de sus héroes y heroínas? Ahí tenéis una que vale por millares, la esclarecida y nunca bastantemente alabada Santa Úrsula, heroína que ciñe dos coronas, de virgen y de mártir, cuyo solo nombre, tan popular en todos los países de la cristiandad, basta para eclipsar a todas las celebridades femeninas de la antigüedad pagana. Verdaderamente, no hay una sola que pueda comparársela: ¿qué digo? Ni aún en las páginas de esta iglesia, tan brillante por los grandes hechos que registra, apenas podría encontrarse otro más glorioso y digno de admiración, que el triunfo de Santa Úrsula y sus once mil compañeras. Una delicada princesa, nacida en la opulencia de pagana corte, combatiendo al frente de un ejército de tiernas doncellitas, por la doble causa de la fe y la castidad, derramando su sangre generosa antes que ceder a la tiranía, venciendo moralmente a un ejército de bárbaros y asombrando al mundo entero con tan pasmoso heroísmo, decid: ¿puede imaginarse suceso más maravilloso? ¿ha ocurrido otro semejante en el mundo? ¿No es digna la esclarecida virgen de ser aclamada por todas las voces, como en otro tiempo la valerosa libertadora de Betulia: Tú, la gloria de Jerusalén; tú, la alegría de Israel; tú, la honra de nuestro pueblo? ¡Jerusalén celestial, ciudad de Dios! ¡cómo te inunda de gloria la santidad de esta tropa de ángeles humanos que sube a poblar tus palacios eternos! ¡Israel, casa de Dios sobre la tierra, Iglesia de Jesucristo, alégrate una y mil veces, enaltecida ante el cielo y la tierra con el triunfo de tus once mil vírgenes! ¡Pueblo cristiano! !He aquí tus verdaderos timbres de honor, la magnanimidad de tus héroes, la fortaleza incomparable de tus heroínas! Y es porque solo este pueblo, solo la sociedad cristiana, cuenta con auxilios superiores a todas las fuerzas del hombre, con la asistencia contínua de su Dios, que no la desampara un solo instante y la sostiene con su omnipotente brazo en la hora de las grandes luchas. Nequé enim est alia natío tam grandis, etc (Deut 1,c). ¿Cómo podría explicarse de otro modo que por el influjo del poder divino, el enigma del martirio de Santa Úrsula y sus innumerables compañeras? Así lo siente la iglesia católica (In orat. “Deus qui inter caetera”).
2 Detengámonos cristianos, sobrecogidos de admiración y religiosa ternura para contemplar las maravillas del que es “admirable en sus santos” (Salmo 67, 36), y lo fue extraordinariamente en las que hoy celebramos. Penetrémonos bien del heroísmo de Santa Úrsula, pasando luego a reflexionar sobre sus causas y motivos, para admirar, finalmente, la grandeza de sus premios. Tal es el asunto que propongo a vuestra atención y para cuyo desarrollo imploro con vosotros el socorro de la Reina de las Vírgenes. AVE MARIA.
I
3 Ser mártir, en la acepción rigurosamente histórica de esta palabra. Es llegar a la cumbre del heroísmo. No se necesita menos que ser héroe, llevar el corazón guarnecido de fortaleza sobrehumana para dar la vida y verter la sangre entre las ruedas dentadas, o al filo de espadas desnudas, por sostener la afirmación de un sólo Dios, creador del cielo y de la tierra, y un solo Jesucristo, hijo de Dios. “ ¡Creo y nadie me arrancará la fe del corazón, aunque éste me lo arranquen del pecho!”. ¡Firmeza incomparable!!Nobilísimo heroísmo! No sé cuál otro pueda ser mayor. Pero si concurren circunstancias excepcionales en la confesión de la fe o en la defensa de la virtud, como la natural debilidad del sexo, la ternura de la edad, la atrocidad de los tormentos, la ferocidad de los verdugos y el número de las víctimas; ¿no es verdad que en tal caso el heroísmo sube de punto, no hay bastante ardor para admirarlo, ni lengua para sublimarlo? Pues decid si no es este, puntualmente el caso que presenta a los ojos de la humanidad el triunfo de Úrsula, puesta al frente de sus gloriosas compañeras de combate, y cayendo sobre los mutilados cuerpos de sus amigas, dice la iglesia, como un rubí sobre un montón de margaritas. ¡Qué espectáculo el que contempló el cielo en aquella memorable jornada! Derrotado, a mitad del siglo V, el bárbaro Atila y sus innumerables hordas en los campos cataláunicos por Accio, el último romano, ayudado de godos y francos, regresaba a ocultar su despecho en la Panonia, cuando, para tomar alguna venganza de las naciones cristianas, cae, como bandada de buitres, sobre la nobilísima ciudad de Colonia en Germánica, la cual florecía ya desde aquel tiempo, como hoy, por la posesión de la región católica. Fue por odio a esta religión principalmente por lo que el feroz rey de los hunos, que se apellidaba a sí mismo “Azote de Dios”, entró a sangre y fuego en la ciudad cristiana, donde, emigradas de la Gran Bretaña, moraban multitudes de vírgenes, probablemente consagradas a Dios, al frente de las cuales se hallaba una noble princesa, que las exhortaba a defender a todo trance su virtud y fe jurada al celestial esposo. Era Úrsula, que, cual valerosa capitana de aquel ejército de vírgenes, recorría afanosa las filas, encendiendo en todos los ánimos el ardor del martirio, y con su palabra y ejemplo sostenía el valor de aquellas inocentes corderillas acometidas por furiosas manadas de lobos: sicut oves in medio luporum (Mt 10,16) ¡Cosa increíble, si la tradición no lo garantizara! Ni una sola entre once millares de víctimas lo fue del miedo y cobardía tan natural en el sexo. Una, por nombre Córdula, que se sustrajo a la matanza el primer día, envidiosa de la suerte de sus compañeras, se presenta al día siguiente a reclamar su corona, y la obtiene. No falta, pues, ninguna a la gloriosa consigna recibida de Santa Úrsula, morir antes que vivir afrentada (mori potius quam foedari). Aquel día se enriquecieron los cielos con millares de nuevas estrellas… Aquel día brilló en el firmamento una nueva Osa, más bella que la que lleva este nombre (Úrsula, diminutivo de ursa, osa.).
4 ¿Quién no admira, cristianos, el ánimo varonil de la heroica Judit, cuando, vestida de todas sus galas, no llevando más resguardo que una de sus criadas, deja los muros de Betulia y se interna en el campamento asirio por entre millares de picas y espadas brilladoras, hasta llegar a la presencia del fiero Holofernes, cuya mirada sangrienta y terrible apenas pueden sostener sus guerreros?. Y Judit, la débil israelita, no tiembla, no cae desmayada, como Ester delante de Asuero. Más, ¿qué diremos del valor de nuestra Úrsula, delante del nuevo Holofernes, el bárbaro Atila y los feroces hunos, cuya brutal fiereza ha dejado honda huella en las historias? ¿No se vio temblar a Roma misma al aproximarse el Azote de Dios, a quien sólo pudo contener a las puertas de la ciudad, la majestuosa figura del Papa San León Magno? Pues ¿cómo pudo resistir a su furor, enardecido con la embriaguez de la sensualidad, una tímida doncella? ¿Hay heroísmo semejante al de Úrsula y sus compañeras, desafiando la ferocidad de cien mil salvajes armados de flechas, lanzas y masas de hierro? Miradlas caer a centenares, cubierto el pecho por una lluvia de saetas, acuchilladas sin piedad por grupos de soldados, despedazadas bajo los cascos de los caballos y las ruedas de los carros que pasan sobre aquella alfombra de miembros virginales. Y no oiréis en medio de tal carnicería levantarse al cielo clamores penetrantes, acentos de dolor o de venganza, sino cánticos de gozo, voces de júbilo, himnos de triunfo, mientras vuelan aquellas almas puras a las mansiones del a felicidad eterna. ¡Qué prodigio de heroísmo! Dextera Domini fecit virtutem (Salmo 117,16): sólo Dios puede hacer cosas tan grandes. Escogió Dios las débiles criaturas para confundir a los héroes (1 Cor 1, 27).
5 Pero al lado del heroísmo deslumbrante del martirio de la fe, está otro heroísmo, tal vez no tan brillante, pero no menos generoso, el de la virginidad. Dos coronas son las que brillan en las sienes de la esclarecida Úrsula, dos palmas ostenta en sus manos, de virgen y de mártir; y, si bien lo observamos, no es menos resplandeciente la una que la otra. Porque la virginidad, sobre todo sellada con voto, tiene el mérito y las excelencias del martirio. Por ella se ofrece a Dios en sacrificio, no sólo el cuerpo sino también el corazón. Y ¡qué sacrificio más noble y generoso! El alma que ha escogido para siempre la virginidad como su herencia, ha dicho a Dios: Dominus pars haereditatis meae et calicis mei (Salmo 15,5): Tú eres, Señor, mi patrimonio, en ti he puesto mi amor, tú me bastas, y no necesito de otro objeto para saciar el corazón. La virgen no sólo renuncia a todo lo que puede halagar la frágil naturaleza del hombre corrompido, sino todo aquello que puede fascinar el corazón y los sentidos, la pompa del mundo, la delicadeza, la vanidad, el lujo, la vida blanda y regalada y hasta los dulces afectos, que son el vino que más deleita y aún embriaga el corazón. Si la esposa cristiana entrega su corazón al hombre con quien la ha unido el cielo por todo el curso de la vida, la que escogió por esposos a Jesucristo no es dueña de brindar su afecto a ninguna criatura terrenal. Vive, pues, toda para aquel que es todo para ella. Es mártir del amor divino: es hostia viva y agradable a los ojos del Señor. He aquí, pues, dos coronas, a cual más hermosas, la del martirio de sangre y la del martirio del corazón y los sentidos. Y por otra parte, ¿creéis que es menos difícil de alcanzar esta segunda corona de la pureza virginal? ¿Hay menos enemigos qué combatir y qué vencer en este campo? Si no son de aspecto tan terrible como los tiranos, no son menos porfiados ni menos peligrosos. La lucha contra las inclinaciones de la carne es tanto más temible cuanto más disimulada e insidiosa. No es menos difícil ni menos glorioso el triunfo sobre las promesas que sobre las amenazas, sobre el deleite que sobre el dolor, sobre las dulzuras de la vida que sobre los horrores de la muerte. Y, si fuera cierto un hecho que algún panegirista encomia como tal, la suprema victoria de Úrsula fue la que obtuvo, no del temor sino del amor del jefe de los bárbaros, quien prendado de tanta magnanimidad, aún más que de la hermosura de la princesa, se lisonjea de poder obtenerla por esposa, brindándole con un enlace regio, que aunque odioso, habría deslumbrado la vanidad de otra alma menos noble que la de nuestra Santa. “Pero en vano empleas, general idólatra, le dice un orador sagrado (Torrecilla, Panegírico de Santa Úrsula), tan mezquinos artificios: Úrsula no escucha tus propuestas insidiosas, sino para despreciarlas… Pierdes tu tiempo, jefe: acaba el sacrificio e inmola a tu furor sobre esos montones de cadáveres que te rodean, la hostia más noble que queda” Úrsula, en efecto, atravesado el corazón con un dardo que le asesta el mismo Atila, vuela para juntarse con sus compañeras en el seno del celestial Esposo.
II
6 Colocado el espíritu frente a frente de tamaño heroísmo, sin poder escapar a la magia que le subyuga, no puede menos de buscar en alguna parte, sea en el cielo o en la tierra, el secreto resorte de tanta energía y magnanimidad. ¿Qué sentimiento, qué idea o visión sublimaba a tanta altura el ánimo de Úrsula, que la hacía despreciar, no sólo las humanas grandezas, sino la misma vida con todas sus dulzuras? ¡Oh cristianos! Vosotros sabéis muy bien de cuánto es capaz el amor, el verdadero y puro amor, cuando prende su llama en un corazón generoso, v. gr., el de una esposa o una madre, y a qué sacrificios no al impele, con la misma fuerza con que las aguas de un torrente se empujan unas a otras hasta precipitarse en el abismo. Pues lo que hace el amor natural en un pecho humano, ¿creéis que no pueda ejecutarlo mejor todavía el amor sobrenatural y divino? La gracia, hermanos míos, puede más, infinitamente más que la naturaleza; y las almas que viven por la gracia, se familiarizan con todo lo grande y prodigioso. Nosotros que, oprimidos bajo el peso de las impresiones del mundo o de los sentidos, apenas experimentamos otros sentimientos que los de la naturaleza, difícilmente podemos darnos cuenta de los prodigios que realizan las almas perfectamente poseídas por la gracia, como los apóstoles, los confesores y los mártires. Estas almas afortunadas, a quienes el mundo no comprendió jamás, ni hoy mismo las comprende, no juzgan, no sienten como las almas vulgares; por eso la vida temporal y los placeres y los honores y cuanto hace el encanto del vulgo de la humanidad, no tiene para ellas importancia alguna, en comparación de los bienes invisibles que se resumen en el amor de Jesucristo. Así es que decía San Pablo con una sinceridad indiscutible: Todo lo del mundo lo tengo por basura, y reputo pérdida cuanto me estorba la posesión de Cristo (Fil 3,8). Para un alma de este temple, formada en la escuela de los primeros mártires, como la virgen Santa Úrsula, ¿qué precio podía tener la vida ni la fortuna, ni el amor de ninguna criatura en oposición a su único amor, el del Esposo Celestial? ¿No decía ella lo mismo que el apóstol: Para mí vivir es estar con Jesucristo? (Fil 1,21). Y ¿qué pretende el tirano sino robarle este amor, que es su vida verdadera? Despojándola de la fidelidad y de la pureza del corazón, ¿qué otra cosa intenta Atila que asesinar moralmente a la santa doncella? Pues bien; vaya una vida por otra, ¡piérdase enhorabuena la vida del cuerpo, piérdase todo, como no se pierda la vida del alma, el amor a mi Jesús!.
7 Y este amor, hermanos míos, que alcanzaba en Santa Úrsula y sus compañeras las proporciones del éxtasis, arrebatando su espíritu hacia las regiones de lo ideal, de lo divino y eterno, ¿no os parece que podría ejercer en su organismo, harto delicado y sensible por naturaleza, tan poderosa influencia que llegara amortiguar, si no a embotar enteramente, la sensibilidad? ¿No vemos a un joven, San Esteban, sepultado bajo una lluvia de piedras, alzar al cielo los ojos radiantes de alegría y de placer, exclamando: “Veo abiertos los cielos, y al Hijo del Hombre que me llama desde el trono de su gloria? (Hechos 7,55). “Las piedras del torrente, dice la liturgia, fueron para él dulces, como para todos los justos que le siguieron por el camino del martirio” (Lapides torrentis illi dulces fuerunt). Concíbese aún naturalmente, mucho más en el orden sobrenatural, que la vehemencia del afecto del alma pueda debilitar y aún embotar la humana sensibilidad.
8 Aparte del amor de Cristo, bastante para hacer heroínas de tímidas doncellas, ya en el claustro, ya en la arena del Circo romano, hay otro amor que se desprende del primero, y no tiene menos fuerza para transformar en leones los tímidos corderos. Es el amor de la virtud angélica en su más alto grado de pureza, el culto de la virginidad. Tiene esta virtud tan alto precio y ejerce tanto atractivo sobre las almas castas y espirituales, como imperio irresistible el vicio contrario sobre las almas terrenales y de bajos instintos. A éstas les es intolerable el yugo de la continencia más justa y racional, sintiéndose arrastradas hacia el fango por el peso de la carne corrompida: a aquellas, como a las águilas el viento, las eleva al cielo, a la región del éter diáfano, el ímpetu del espíritu, no esclavo, sino señor en los sentidos. Para Úrsula, verdadera princesa, no sólo por la sangre de sus venas sino más por la nobleza de sus sentimientos, el amor a la pureza angélica era una necesidad imprescindible, como lo es para un ángel: empañado el candor de su pecho, Úrsula no podía vivir. ¡Qué dulce necesidad la que impone la virtud a las almas elevadas! Y es, porque la pureza de la virgen cristiana, emula de la Virgen por antonomasia y del mismo fruto virginal de María, es una joya más preciosa que todas las perlas y diamantes, y brilla en la frente de la frágil criatura racional mejor que un joyel de rica pedrería. ¡Ah si supiéramos estimar en lo que vale esta joya, como supo estimarla la prudente virgen cuyas glorias celebramos, diríamos con el sabio: “Nada valen en su comparación los reinos y los tronos; nada son las riquezas; nada la hermosura física, cotejada con ella”(Sap 7,8) El criterio del mundo, basado en los sentidos, está muy por debajo del criterio cristiano en este punto como en tantos otros; por eso para el mundo son verdaderos enigmas los hechos más corrientes en la historia de los santos, si ya no es que los relegue a la categoría de piadosas necedades. Para el paganismo era una locura el heroísmo de los mártires, como para el mundo lo es hoy el cambio de los goces de la vida por las asperezas del claustro… ¿No os parece cristianos, que encendida Santa Úrsula en el amor de la pureza, prefiriese la guarda de esta joya a la conservación de la vida, y estuviese dispuesta a soportar mil muertes en medio de cruelísimos tormentos, antes que ver ajado por impuras manos el lirio virginal consagrado a Jesucristo? Es evidente que no podía ser de otra manera, y esto explica perfectamente el denuedo sobrehumano de aquel ejército de vírgenes tan fuertes como prudentes, animadas todas por el ejemplo y las exhortaciones de su valerosa capitana a dejarse hacer pedazos por los bárbaros antes que consentir en ser indignas de alternar con los ángeles del cielo.
9 Esta es la gloria a que aspiran; y ¡qué gloria! La de formar un coro aparte, entre aquellos lucidísimos escuadrones de bienaventurados, un coro que compite en hermosura con los coros angélicos. Y, si el amor de la gloria efímera que pueden dar los hombres, es poderoso estímulo de acciones ilustres, y por ella se han visto realizados prodigios de valor, de fidelidad y de constancia, ¡qué esfuerzo no infundiría en el corazón de Úrsula y sus compañeras, la vista de la gloria eterna y el anhelo de aquellas palmas inmortales reservadas a las Esposas del Cordero! ¡Ah! ¿Quién será capaz de describir la alegría de aquel triunfo en las moradas eternas? “Ven, diríanle los ángeles, ven esposa de Cristo, a ceñir la corona de reina que el Señor tiene preparada para tus cándidas sienes” (Veni sponsa Christi etc, Ecle in off. SS. Virg.) Y el mismo Cristo la invitaría con estas dulcísimas palabras: Ven, esposa mía, ven del Líbano, de ese monte cubierto con la blanca nieve de la inocencia, y serás coronada (Cant 4,8). Y ella, regocijándose con sus queridas hermanas, las apostrofaría, como antes de ella la venturosa Inés: “Congratuláos conmigo y dadme la enhorabuena, porque con todas vosotras, sin faltar ninguna, he sido entronizada en los reinos de la luz” (Off. S. Agnet. Virg.), o como San Pablo: “Si he sido inmolado sobre las víctimas de vuestro sacrificio, congratulóme de vuestra felicidad, y os ruego que os congratuléis conmigo” (Fil 2,18) ¡Qué júbilo! ¡Qué triunfo! Suspendamos el discurso para contemplarlo.
III
10 Sin empeñarnos en la imposible tarea de describir su gloria en las alturas del cielo, detengámonos todavía por algunos momentos en la consideración de los premios decretados por la justicia divina a la heroicidad de nuestra virgen. Corona de justicia, decía el apóstol, me está reservada por el justo Juez, y no a mí solo, sino a todos aquellos que combaten como buenos a su glorioso advenimiento (2 Tim 4,8). Si la celebridad es justo galardón del mérito y el aplauso de los buenos, corona de los héroes, ¿qué celebridad y qué aplausos no ha merecido, durante catorce siglos, la gloriosa Santa Úrsula? Más de mil cuatrocientos años han transcurrido desde la fecha de su triunfo, y uno solo no ha callado sus alabanzas, las cuales, lejos de oscurecerse con las sombras que proyectan los siglos, cada día resplandecen con nuevos fulgores. La antigua y populosa ciudad, fundada por los Césares en las márgenes del caudaloso Rin, en la Galia Germánica, teatro de aquella sangrienta, pero nobilísima victoria, es hoy todavía viviente monumento erigido a la gloria de las once mil vírgenes británicas, vencedoras del despotismo brutal de Atila y sus feroces hordas. Ahí está, como en los siglos pasados, para contar al mundo las proezas de estas heroínas de la religión y de la moral. Los sagrados restos de aquellas mártires ilustres, apenas serenada la tormenta, fueron recogidos con increíble veneración por los buenos colonienses, y honrados en decorosas sepulturas. En el campo enrojecido con la sangre virginal, en donde reposan todavía sus restos venerables, levántase majestuosa basílica, que ya a mitad del siglo VII se llamaba de las Santas Vírgenes. Su suelo no consintió jamás en dar sepultura a otros cuerpos: si tal se intentaba, la tradición refiere que eran arrojados afuera por la misma tierra. El monasterio edificado allí en el siglo IX, recibe en el siguiente a las pobres religiosas que el temor de los húngaros hace emigrar de su patria, y es enriquecido cada vez más y más honrado por los obispos y príncipes de la ínclita Colonia. Hoy día, las paredes de su hermosa iglesia, muchas veces reparada, vence decoradas con los sepulcros que guardan las cabezas de las Santas, cuya mayor parte están depositadas en el magnífico coro, una de las mejores obras arquitectónicas de la ciudad de Agripina. El nombre de esta hija ilustre de Colonia no queda sino, en los viejos anales de la historia, mientras que el de Úrsula, extranjera, pero mucho más ilustre por el heroísmo de su virtud, es aclamado y venerado junto con sus cenizas por millares y millares de devotos peregrinos. ¡Cuántos varones insignes en su santidad o posición social no han ido a postrarse delante de aquellos queridos y venerados restos! ¡Qué sentimientos de devoción no inspiraron, entre otros, al Bienaventurado Pedro Fabro de la Compañía de Jesús, lumbrera de Alemania! El sabio y piadoso pontífice León XIII, ha querido concurrir al esplendor del culto a Santa Úrsula, reformando y retocando las lecciones de su fiesta.
11 ¿Será preciso, cristianos, añadir algún rasgo más al cuadro de la gloria accidental de nuestra insigne heroína? Pues digamos, para concluir, que no en vano depositan en ella su confianza los que la honran y promueven su culto entre los fieles. Criatura de Dios tan querida, ¿no obtendrá de la misericordia infinita cuantas gracias desee y pida a favor de sus devotos? Acreditado está el poder de su valimiento en el mundo católico, por las mercedes alcanzadas, que son innumerables. Ella vuela al socorro de los que la invocan, especialmente en el trance supremo de la muerte, en el cual favorece a los que en vida se le encomiendan.
Reverenciemos como se lo merecen a estas vírgenes santísimas, y aprendamos con su ilustre ejemplo, a pelear el buen combate contra los jurados enemigos de Dios y de nuestra salvación, el mundo hipócrita, el demonio artero y la carne corruptora. ¿Quién no sentirá la eficacia del ejemplo de Santa Úrsula? ¡Plegue a Dios, amados fieles, darnos valor y heroísmo en los combates de la vida para llegar a participar algún día de los premios eternos de la gloria! Así sea.
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