Artículo tomado de la Biblioteca Católica Digital del sitio web www.mercaba.org
II. Espiritualidad del martirio en la actualidad
El martirio no se introdujo en el mundo espiritual cristiano con la muerte de Esteban por obra del sanedrín ni concluyó con la paz constantiniana. Aunque históricamente el "martirio" ha sido una prerrogativa de los creyentes a quienes su fidelidad a Cristo les ha costado la vida, el valor semántico del término es más amplio. Como ya se ha indicado la noción de "testimonio" más fundamental y primitiva, incluye la de martirio. El testimonio connatural a la fe cristiana, en cuanto que ésta implica atestiguar aquella verdad no abstracta sino concreta que para el cristiano se identifica con la persona y la historia de Jesús. ¿Es connatural también el martirio? El martirio da más bien la impresión de ser una modalidad contingente del testimonio, destinada a desaparecer en donde prevalezcan la tolerancia civil, el principio de la libertad de conciencia y los valores del pluralismo.
Si tomamos por base el uso lingüístico, tenemos una indicación favorable a la actualidad del testimonio. En efecto, mientras que el "testimonio" goza de todas las simpatías de los cristianos de nuestro tiempo (incluso hasta llegar a una inflación del término en el ámbito de las espiritualidades activistas), el "martirio" es mirado más bien con desinterés; más como un fenómeno del pasado que como un hecho sintomático del presente. Es sabido que en la época patrística, y sobre todo en los dos primeros siglos, el mártir constituyó el modelo del cristiano perfecto. Hoy, a pesar de todo el interés por un cristianismo testimonial, no sabríamos construir una espiritualidad cristiana sobre el martirio.
A algunos esta marginación del martirio del horizonte espiritual del cristiano les parece sospechosa. Apenas clausurado el Vat. 11, la voz de un conocido teólogo recordaba a la comunidad católica, entusiasmada por el diálogo con el mundo, la realidad del martirio como "caso serio" de la fe cristiana. Hans Urs von Balthasar señalaba polémicamente en Cordula —la joven de que nos habla la leyenda de las once mil vírgenes; habiendo huido al principio de la muerte, salió luego espontáneamente de su escondite y se ofreció voluntariamente al martirio— la antítesis de muchos cristianos contemporáneos. Su principal cargo contra ellos es que han dejado de considerar el cristianismo como un "caso serio" (esta expresión, traducción literal del alemán Ernstfall, es incapaz de recoger todas las resonancias del original; indica el elemento esencial de una Weltanschauung que afecta existencialmente al individuo y, por tanto, al compromiso absoluto con que éste responde a una percepción nueva de la realidad, o también el caso de emergencia en que es preciso jugarse el todo por el todo). El olvido de la "seriedad" del caso planteado por la cruz y la resurrección de Cristo provocaría la atenuación del misterio, la pérdida de la identidad cristiana. la huida hacia un mañana utópico ante el futuro del mundo; junto con la disponibilidad para el martirio, los cristianos modernos habrían perdido también el legítimo orgullo del nombre cristiano, prefiriendo el anonimato.
La liquidación del martirio no entraba en las intenciones del concilio. Además del texto de la LG 42 —citado por H. U. von Balthasar al comienzo de su libro—, que presenta el martirio como una perspectiva siempre abierta para la Iglesia de Cristo, se podría recordar la declaración sobre la libertad religiosa, en donde se exhorta a los cristianos a "difundir la luz de la vida con toda confianza y fortaleza apostólica, incluso hasta el derramamiento de sangre" (DH 14). Contra aquellos cristianos que identifican la tarea de la hora presente con la adaptación del mundo, el teólogo de Basilea reconoce como voluntad del concilio la "exposición inerme de la Iglesia al mundo. Demolición de las fortalezas; los baluartes allanados y convertidos en caminos. Y esto sin ninguna idea escondida de un nuevo triunfalismo, una vez que el antiguo se ha hecho impracticable. No se piense que, cuando los caballos de batalla de la santa Inquisición o del Santo Oficio hayan sido eliminados, se podrá entrar en la celestial Jerusalén cabalgando sobre el manso borriquillo de la evolución, agitando palmas". La puesta al día de la Iglesia no debería mirar, por consiguiente, a la eliminación definitiva del martirio en la vida espiritual del cristiano, sino más bien a un martirio que resulta casi obvio.
Puede ser oportuna esta apelación a la "seriedad" de la fe cristiana y al martirio, que es su sello. Pero no ha de entenderse como propuesta del cristiano como mártir en el sentido de un modelo heroico. La época en que vivimos no es ya un mundo de héroes, aunque sigan siendo actuales algunas características de lo que en el pasado era patrimonio de los héroes. Si consideramos heroico lo que depende de una habilidad excepcional, desarrollada mediante un esfuerzo extraordinario, encontramos también en nuestra cultura figuras eminentes que suscitan la admiración común. Sin embargo, desde este ángulo visual nos cerramos todas las posibilidades de comprender lo que es típico del santo cristiano. La vida del santo no es una hazaña de grandeza humana, sino una hazaña del Dios de la alianza. No se trata de celebrar la grandeza del hombre. sino de anunciar la fidelidad de Dios. El uso apologético de mala calidad, como autocelebración de la comunidad confesional, que puede hacerse del heroísmo de los santos —especialmente el de los mártires—, muere apenas nace cuando pensamos que la Iglesia es tan poco dueña de los santos como lo es de la palabra de Dios. No puede servirse de ellos para su propia glorificación ni por motivo alguno de triunfalismo y autocomplacencia. Por tanto, no está en manos de la Iglesia programar los martirios. Incluso la autocandidatura al "martirio" —en sus formas más blandas del vituperio o de la discriminación— de los grupos integristas resulta sospechosa; en todo caso, no puede pretender ser la única forma de vivir consecuentemente el compromiso cristiano. En cambio es plenamente legítimo acentuar la fortaleza como virtud que acompaña y hace posible la fe. Hoy lo mismo que ayer. No se trata de volver a proponer con Nietzsche un superhombre que viva "peligrosamente"; lo que importa es llevar una vida "buena". Pues bien, desde hace veinte siglos, en la tradición cultural de Occidente la vida del hombre éticamente realizado se ve a través de un espectro de cuatro colores, constituido por las virtudes de la prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Todas las fuerzas originales del Occidente —griegos y romanos, judíos y cristianos— han contribuido a la puesta a punto de este esquema de la estructura ética que le permite al hombre realizarse. Al aceptarlo, la teología cristiana admitía que el bien no se realiza por sí solo, sino que requiere el esfuerzo del individuo dispuesto a luchar y, si es preciso, a sacrificarse por ello. En los casos límite puede inclusoexigirse la renuncia a la vida. En el filón tradicional de Occidente esta perspectiva ha producido el principio de la libertad de conciencia y una consideración reverencia) de quienes sufren violencia por su fidelidad a unos principios éticos y religiosos. Para la religión de la libertad de conciencia son mártires tanto Sócrates como Cristo. Ambos realizaron un ideal de bondad-verdad-belleza y se adhirieron a él con fortaleza; fue más fácil arrancarlos de la vida que de aquel mundo de valores.
Desde el principio, los cristianos tomaron conciencia de que con el mismo acto con que se adherían a Cristo tenían que enfrentarse con el "siglo", dado que en él actuaban "potencias" contrarias a la salvación que Dios les ofrecía en Cristo. La muerte misma de Jesús, el "mártir" por excelencia, fue vista como el resultado trágico de una lucha entre fuerzas antagónicas. La fortaleza necesaria a los testigos de la fe no imita el cuño del heroísmo; lo vemos en el estilo con que se da el testimonio. La fuerza de los testigos no es la de un arco que se tensa, sino más bien la de un salto de agua que brota irrefrenable. Puestos en situación de choque frontal con las potencias antievangélicas, demuestran confianza, seguridad gozosa, orgullo. Dos términos griegos se utilizaron especialmente para expresar esta novedad cristiana: parresía y káuehesis. La parresía se manifiesta exteriormente en el comportamiento del que puesto en pie, con la frente alta, habla abiertamente, con plena libertad de lenguaje, de su encuentro con la "potencia"; interiormente le da al testigomártir una seguridad indefectible para anunciar con toda libertad la palabra de Dios. De ese encuentro nace la consagración leal a la palabra misma. Reflejo de esa confianza es la káuehesis, esto es, el hecho de gloriarse de algo después de haber hecho de ello el fundamento de las propias opciones existenciales.
Los cristianos han visto siempre en este comportamiento no tanto una grandeza ética que proponer como modelo a unos pocos hombres fuertes, capaces de asumirlo como propio, cuanto una vivencia mística, esto es, una experiencia interior y personal de la salvación. Freud afirmó que la mayor parte del heroísmo se deriva de la convicción instintiva de que "nada puede pasarme a mí". El intentaba desenmascarar en este tipo de comportamiento un narcisismo ingenuo, propio del "yo" que no se ha enfrentado todavía con el "principio de la realidad". Pero quizá su observación sea también verdadera en un sentido más profundo, que no tenía en cuenta el padre del psicoanálisis. La experiencia personal de la salvación amplía los limites del propio "yo"; en este "yo" más grande experimenta el creyente un sentimiento de preservación, de tutela, de garantía segura. A diferencia de lo que sucede en el ideal heroico, el testigo de la fe no se refiere a su propia virtud individual, sino a la "fuerza" con la que se siente en íntima comunión. En esa realidad más grande con la que se confunde su "yo", la muerte no es ya el mal mayor; ni siquiera es realmente un mal. Pablo nos dejó la celebración lírica más impresionante de esta confianza interior del creyente; casi una fotografía interior de una fe abierta al martirio (cf Rom 8,35-39).
El carácter particular, místico más que ético, de la fortaleza cristiana justifica el vinculo esencial que hay entre el cristianismo y el martirio. Al mismo tiempo, nos permite especificar en qué sentido es actual para los cristianos del s. xx el recuerdo del martirio. No se trata de desempolvar los modelos heroicos del pasado ni de instigar a un grupo confesional contra los principios civiles de la tolerancia y del pluralismo. Lo que sí resulta legítimo y urgente es defender una profesión del cristianismo basada en la experiencia personal de la salvación más que en referencias culturales. Como diría Von Balthasar, el cristianismo que da mártires no es el de los "profesores", sino el de los confesores. Donde se encuentra y se experimenta la salvación, el cristianismo es el "caso serio"; si no, puede ser todo lo más un "caso interesante".
El martirio, en cuanto habitus permanente de una auténtica espiritualidad cristiana, lleva, por tanto, al creyente a preguntarse en qué está basada su propia fe. Un motivo ulterior de la actualidad de la reflexión sobre el martirio es el valor kerigmático que todavía posee en la actualidad. Valor kerigmático, no apologético. El martirio anuncia un mundo nuevo futuro, pero ya sustancialmente presente. La predicación cristiana no recorre el camino de la conversión moral, como hizo Juan Bautista, ni el de la previsión de la catástrofe cósmica, como hacía la apocalíptica judía. La predicación del reino de Dios que hizo Jesús partió del anuncio de las bienaventuranzas. Y también el martirio es una bienaventuranza: "Bienaventurados seréis cuando os injurien, persigan y, mintiendo, digan todo mal contra vosotros por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos. Pues también persiguieron a los profetas antes que a vosotros" (Mt 5,11-12).
El martirio se convierte en signo del reino de Dios sólo en la lógica de las bienaventuranzas. Su contenido es una felicidad que tiene a la esperanza como dimensión esencial, ya que participa de la tensión entre el "ya" y el "todavía no", que es propia del reino de Dios. La felicidad del cristiano está basada en una promesa. Los que son declarados "dichosos" en las bienaventuranzas no lo son en virtud de su situación, sino como consecuencia de la voluntad de Dios de reservarles el reino. Ni la pobreza, ni el hambre, ni la aflicción, ni el martirio dan la bienaventuranza. Sólo la condición nueva que seguirá al derrumbamiento del desorden actual hará de los desheredados de hoy los destinatarios de la riqueza del reino, en el que Dios saciará el hambre y enjugará las lágrimas. El anuncio de una bienaventuranza ligada a los estados de pobreza, de tristeza, de opresión violenta sólo es posible en un horizonte de esperanza escatológica. Sin ésta, sentirse felices en esas situaciones sería un verdadero masoquismo y favorecería la alienación social. La bienaventuranza en una situación de tribulación tiene un efecto kerigmático: anuncia y señala que las ideologías que mantienen la opresión no son más que tigres de papel.
Los seres humanos tocados por este tipo de bienaventuranza son de un temple especial. Aunque no son protagonistas de una rebelión directa contra' los poderes opresivos, los amenazan mucho más peligrosamente que los revolucionarios. Los mártires protestan contra una situación en la que domina el mal. Pero ven perfectamente que no sólo los oprimidos, sino también los opresores, son víctimas de ese mal. Anticipan de este modo una inversión radical de la condición humana. El vencedor de hoy acabará siendo vencido; no por una revancha del mártir, sino por esa "fuerza" que lo sostiene y que constituye el "yo más grande" al que se ha entregado el mártir; una victoria que no humilla al vencido, sino que lo libera también a él. El martirio es anuncio de la fidelidad de Dios, hecho frente a un mundo en donde la injusticia triunfante se ha convertido en enfermedad endémica e institucionalizada. Tener el martirio ante los ojos significa para la Iglesia de hoy asumir la debida actitud frente al mundo; no la actitud de rendición acomodaticia ni la de la provocación autocomplaciente. Se trata precisamente de la actitud de los mártires de todos los tiempos. que supieron encontrar en la promesa la luz suficiente para caminar al encuentro del Señor que viene, soportando la tribulación y sin interrumpir nunca su canto. El canto de los mártires, ya tengan que soportar la prueba cruenta o la incruenta, es el que entonó antaño Job:
Sé que mi defensor está vivoy que él, el último, sobre el polvo se alzará;
y luego, de mi piel de nuevo revestido,
desde mi carne a Dios tengo que ver.
Aquel a quien veré ha de ser mío,
no a un extraño contemplarán mis ojos;
¡y en mi interior se consumen mis entrañas...! (Job 19.25-27).
S. Spinsanti
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