Un buen criterio para discernir la teología moral verdadera de la
falsa está en considerar si su autor enseña que, llegado el caso, la
aceptación del martirio es un grave deber.
Este artículo es la continuación de Teología del Martirio, Capítulo 6 del libro "Martirio de Cristo y de los Cristianos"escrita por José María Iraburu.
El papa Juan Pablo II escribe la encíclica Veritatis
splendor (6-VIII-1993) frente a una moral cristiana «nueva», suave,
acomodaticia, llevadera con las solas fuerzas de la naturaleza –asequible,
pues, a todos, también a los que no oran ni reciben los sacramentos–, es decir,
frente a una moral moderna que excluye el martirio, que se avergüenza de la cruz
de Jesús, y que se cree con el derecho, e incluso con el deber, de eliminar la
cruz que a veces abruma al hombre. En esa encíclica hallamos sobre el martirio
palabras admirables, que extracto aquí, subrayándolas a veces.
90. «La relación entre
fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que
se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada
hombre, exigencias tutela-das por las normas morales que prohíben sin
excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la
inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al
servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del
hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gén 9,5-6).
«El no poder aceptar las teorías
éticas
“teleológicas”, “consecuencialistas” y “proporcionalistas” que niegan la
existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados
y que son válidas sin excepción, halla una confirmación particularmente
elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y
acompaña la vida de la Iglesia.
91. «Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios
de fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria
de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los dos jueces
injustos, que la amenazaban con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión
impura, responde así: “¡Qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto,
es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para
mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor” (Dan
13,22-23).
«Susana, prefiriendo morir inocente en manos de los jueces,
atestigua no sólo su fe y confianza en Dios sino también su obediencia a la
verdad y al orden moral absoluto: con su disponibilidad al martirio, proclama
que no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello
algún bien. Susana elige para sí la mejor parte: un testimonio
limpidísimo, sin ningún compromiso, de la verdad y del Dios de Israel, sobre el
bien; de este modo, manifiesta en sus actos la santidad de Dios.
«En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el
Bautista, rehusando callar la ley del Señor y aliarse con el mal, “murió
mártir de la verdad y la justicia” (Misal romano, colecta) y así fue
precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6,17-29). Por
esto, “fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquel que vino a testimoniar
la luz y que de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que
arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquel a quien se le había
concedido bautizar al Redentor del mundo” (San Beda, Hom. Evang. libri
II,23).
«En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios
de seguidores de Cristo –comenzando por el diácono Esteban
(cf. Hch 6,8–7,60) y el apóstol Santiago (cf. Hch
12,1-2)–, que murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y
por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y
Pilato, “rindió tan solemne testimonio” (1Tm 6,13), confirmando la verdad de su
mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron las
persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso
ante la estatua del emperador (cf. Ap 13,7-10). Incluso rechazaron
el simular semejante culto, dando así ejemplo también del rechazo de un
comportamiento concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con
la obediencia, ellos confían y entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que
podía liberarlos de la muerte (cf. Heb 5,7).
«La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas,
que han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han
preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al
honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado
verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el
respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el
rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia
vida.
92. «En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del
orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la
intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer, aunque sea con
buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta
con la máxima severidad: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si
arruina su vida?” (Mc 8,36).
«El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado
humano que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones
excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún, manifiesta
abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la “humanidad” del
hombre, antes aún en quien lo realiza que en quien lo padece (Vat.II,
GS 27). El martirio es, pues, también exaltación de la perfecta
humanidad y de la verdadera vida de la persona, como atestigua San
Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma, lugar de su
martirio: «por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis
que muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno
sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios» (Romanos VI,2-3).
93. «Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad
de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la
muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero “usque ad
sanguinem” para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las
costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante
testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad
civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la
crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del
mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los
individuos y de las comunidades.
«Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la
Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada
totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la
historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos
representan un reproche viviente para cuantos trasgreden la ley
(cf. Sb 2,2), y hacen resonar con permanente actualidad las
palabras del profeta: «¡ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan
oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por
amargo!» (Is 5,20).
«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad
moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un
testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar
cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En
efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más
ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando
con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le
sostiene la virtud de la fortaleza, que –como enseña San Gregorio Magno–
le capacita a “amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno”
(Moralia in Job VII, 21,24).
94. «En el dar testimonio del bien moral
absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una confirmación en el
sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y
sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la acción
interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Para todos vale la expresión del
poeta latino Juvenal: “considera el mayor crimen preferir la supervivencia al
pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir” (Satiræ
VIII,83-84). La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay
verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso
la vida. En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor
moral, la Iglesia da el mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en
la creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: “Sabemos –dice San
Justino– que también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las
doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría
al menos en la formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del
Verbo que está en toda raza humana” (II Apología II,8)».
La grandeza sobrehumana
que la fe cristiana infunde en la vida moral tiene su clave permanente en la
Cruz de Cristo, que da acceso a la vida gloriosa del Resucitado. La
participación en la Cruz de Jesús, es decir, el martirio, asegura a la moral
cristiana una fidelidad amorosa a la ley divina que no vacila ni ante peligros,
perjuicios, marginaciones sociales, sufrimientos, ni siquiera vacila ante la
muerte.
En mi libro El matrimonio en
Cristo (Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1996), al rechazar ciertas
enseñanzas morales de Häring, Marciano Vidal, Hortelano, Forcano, López
Azpitarte, etc., termino mi argumentación con un subcapítulo titulado La
nueva moral no puede dar mártires (108-121). En efecto, «el situacionismo es
causa de inmensos males, pero todavía es peor por los bienes grandiosos que nos
quita. Hagamos, si no, memoria de los mártires. ¿Cuántos mártires
cristianos hubieran podido salvar su vida –en este mundo, claro– si hubieran
recurrido al “conflicto de valores” o a alguna otra de las “salidas” que la
nueva moral ofrece?» (121).
Teología espiritual y
martirio
Nuestra consideración teológica del martirio ha de verse completada
con un estudio breve del martirio espiritual, que puede darse en
modalidades muy diversas. La Virgen María, Regina martyrum, como antes
hemos recordado, sufrió sin duda un verdadero martirio al pie de la cruz,
compadeciendo la pasión de su Hijo. Pero también, ya desde muy antiguo, se ha
considerado, por ejemplo, la virginidad como una forma de martirio, y
sobre todo la vida monástica. La renuncia permanente al matrimonio, a los
hijos, al hogar familiar, o bien el enclaustramiento perpetuo en un monasterio o
en una ermita, son sin duda un testimonio (martirio) altamente fidedigno
en favor de Cristo. Virginidad y vida monástica proclaman con voz fuerte, clara
y persuasiva: solo Dios basta.
Los cristianos irlandeses, en la Edad
Media, consideraban tres tipos de martirio: rojo, con efusión de sangre,
blanco, por la virginidad y la vida ascética, y verde, por la
penitencia y por el exilio voluntario, decidido con el fin de llevar la fe a
otro país (A. Solignac, martyre, en Dictionnaire de Spiritualité,
Beauchesne, París 1978,10,735).
Y San Bernardo habla también de tres
géneros de martirio: se da «en Esteban la obra y la voluntad del
martirio; tenemos la sola voluntad en el bienaventurado Juan [apóstol]; y
sola la obra en los Santos Inocentes (Sermón SS. Inocentes). Es
una idea sobre la que vuelve con frecuencia (cf. Sermón en octava de
Pascua; de S. Clemente, de las tres aguas; Sermones sobre los
Cantares 28,10; 47, tres especies de flores; 61,7-8).
Éstos y muchos otros antecedentes nos hablan de ese martirio de
amor, siempre conocido en la tradición de la Iglesia: no implica
necesariamente la efusión de la sangre; pero es real, es espiritual, tiene la
máxima realidad de las entidades espirituales.
San Pablo ofrece en esto un ejemplo
perfecto. Su vida en el mundo presente es un continuo martirio. Él sabe que
mientras vive en el cuerpo, está ausente del Señor, y por eso quisiera más
partir del cuerpo y estar presente al Señor (2Cor 5,8); y confiesa: «deseo morir
para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). Para él, con tal de gozar
de Cristo, todo lo tiene por estiércol (3,8). San Pablo, viendo el pecado del
mundo y añorando día a día la presencia visible del Señor, sufre, sin duda, un
martirio de amor: «yo me muero cada día» (1Cor 15,31).
Muchos santos han vivido en forma peculiar el martirio espiritual
por la frecuente contemplación de la pasión de Cristo, hasta verse en ocasiones,
como San Francisco de Asís o el santo Padre Pío, estigmatizados con las
cinco marcas del Crucificado. A no pocos santos les ha sido dado sufrir un
verdadero martirio espiritual, y han padecido con estremecedora realidad los
mismos dolores de la Pasión de Cristo.
En su comentario sobre los Cantares, San Bernardo describe
bien este martirio del alma enamorada del Crucificado:
«De ahí que el Esposo le diga: “mi
paloma ha puesto su nido en los agujeros de la piedra”, porque ella pone toda su
devoción en ocuparse sin cesar en la memoria de las llagas de Cristo, y en
detenerse y permanecer allí meditando de continuo. Esto la hace sufrir el
martirio» (61,7).
Santa Teresa de Jesús, siendo niña, se concertó con un hermanito
suyo para ir a tierra de moros, «pidiendo por amor de Dios para que allá nos
descabezasen»: ardía en ansias de martirio; «el tener padres nos parecía el
mayor embarazo» (Vida 1,5). No se logró su infantil proyecto, pero sí fue
mártir en su vida religiosa.
En efecto, escribe: «quien de verdad
comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida... Si es
verdadero religioso y verdadero orador [orante] y pretende gozar regalos de
Dios, no ha de volver las espaldas a desear morir por él y pasar martirio. Pues
¿no sabéis, hermanas, que la vida del buen religioso y que quiere ser de los
allegados amigos de Dios, es un largo martirio? Largo, porque comparado a los
que de pronto los degollaban, puede llamarse largo; pero toda vida es corta, y
algunas cortísimas» (Camino 12,2).
Este martirio de amor, propio de todo cristiano, pero especialmente
de todo religioso, fue vivido y expresado con gran profundidad por Santa Juana
Francisca de Chantal (+1641). En una ocasión, dijo a sus hijas religiosas de la
Visitación:
«Muchos de nuestros santos Padres y
columnas de la Iglesia no sufrieron el martirio. ¿Por qué creéis que ocurrió
esto?... Yo creo que esto es debido a que hay otro martirio, el del amor, con el
cual Dios, manteniendo la vida de sus siervos y siervas, para que sigan
trabajando por su gloria, los hace, al mismo tiempo, mártires y confesores...
Sed totalmente fieles a Dios y lo experimentaréis. Conocí a un alma [se refiere
a ella misma] a quien el amor separó de todo lo que le agradaba, como si un
tajo, dado por la espada del tirano, hubiera separado su espíritu de su
cuerpo...
«Se le preguntó con insistencia [a la
Madre Chantal] si este martirio de amor podría igualar al del cuerpo. Respondió
la madre Juana:
«No nos
preocupemos por la igualdad. De todos modos, creo que no tiene menor mérito,
pues “el amor es fuerte como la muerte”, y los mártires de amor sufren dolores
mil veces más agudos en vida, para cumplir la voluntad de Dios, que si hubieran
de dar mil vidas para testimoniar su fe, su caridad y su fidelidad» (Mémoires
sur la vie et les vertus de s. Jeanne-Françoise de Chantal, París
18533,
III,3).
En fin, todos los santos, aunque algunos con una intensidad
especial, han vivido de uno u otro modo este martirio espiritual mientras
permanecían en este mundo. San Pablo de la Cruz (+1775), el fundador de los
pasionistas, en su Diario espiritual, declaraba:
«yo sé que, por la misericordia de
nuestro buen Dios, no deseo saber otra cosa ni quiero gustar consuelo alguno,
sino solo deseo estar crucificado con Jesús» (26-XI-1720). Este gran santo
sufría lo indecible especialmente por las ofensas sufridas por Cristo en la
Eucaristía: «deseaba morir mártir, yendo allí donde se niega el adorabilísimo
misterio del Santísimo Sacramento» (26-XII).
Santa Teresa del Niño Jesús quería más que nada, ante todo y sobre
todo, padecer el martirio por Cristo y por la salvación de los
hombres:
«Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión
contigo madre de almas, debería bastarme... Pero no es así... Siento en mi
interior otras vocaciones, siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de
apóstol, de doctor, de mártir... Pero sobre todo y por encima de todo, amado
Salvador mío, quisiera derramar por ti hasta la última gota de mi sangre...
«¡El martirio! ¡El sueño de mi juventud!
Un sueño que ha ido creciendo conmigo en los claustros del Carmelo... Pero
siento que también este sueño mío es una locura, pues no puedo limitarme a
desear una sola clase de martirio... Para quedar satisfecha, tendría que
sufrirlos todos...
«Como tú, adorado Esposo mío, quisiera
ser flagelada y crucificada... Quisiera morir desollada, como San Bartolomé...
Quisiera ser sumergida, como San Juan, en aceite hirviendo... Quisiera sufrir
todos los suplicios infligidos a los mártires» (Manuscristos
autobiográficos B, 2v-3r).
Se trata, sí, de un martirio puramente espiritual, pero de un
martirio de amor absolutamente real y verdadero. La persona enamorada del
Crucificado se consume en las llamas del amor que le tiene. O mejor, arde sin
consumirse. Así lo expresa Santa Teresita en una Poesía
(32):
«Tu amor es mi martirio, mi único
martirio.
Cuanto más él se enciende en mis
entrañas,
tanto más mis entrañas te
desean...
¡¡¡Jesús, haz que yo muera
de amor por
ti!!!
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